Testimonio católico
en universidades,
profesorados y terciarios
Consideraciones sobre la eventual intervención en clase, en atención a ciertos contenidos contrarios a la fe o a otras verdades expresados por el docente a cargo
Entonces dije: ‘No lo voy a mencionar, ni hablaré más en su
Nombre’.
Pero había en mi corazón como un fuego abrasador,
encerrado dentro de mis huesos:
me esforzaba por contenerlo, pero no podía.
Jeremías 20, 9
Tú lo
dices: yo soy rey. Para esto he nacido
y he
venido al mundo: para dar testimonio de la verdad.
El que
es de la verdad, escucha mi voz.
Jn. 18, 37
ÍNDICE
¿Para quiénes escribimos ésto?
¿Por qué y para qué escribimos ésto?
Qué es la universidad
La primacía de la Verdad
en la actividad académica
Qué es el docente. Su finalidad. Cómo enseña. Ni conductismo ni Piaget.
Naturaleza del principio de autoridad: participación de la autoridad de
Dios.
La corrección: acto de caridad con el mismo profesor.
El alumno puede disentir con el docente pero… ¿debe expresar ese disenso?
Naturaleza de las presentes consideraciones: Virtud de la Prudencia
Con humildad, dispuestos a defender la verdad
Se puede intervenir en clase. ¿Según qué criterios?
Consecuencias
Enumeración y análisis de casos
La unión hace la fuerza
Humor y Alegría
Valorar los avances, aunque sean pequeños
Algunas preguntas que pueden estar en nuestra cabeza…
Conclusión
¿Para quiénes escribimos esto?
Si
vos sos una persona a la que le hierve la sangre cuando escuchás errores,
mentiras, cosas que se dicen mal, ambigüedades que podrían ser culposas, etcétera,
estando presente en el aula, estas páginas son para vos.
Si
sos una persona que se da cuenta que en la clase se dicen cosas que, sin llegar
a ser mentiras o errores, constituyen inexactitudes e imprecisiones (las
llamadas verdades a medias); si te
das cuenta de eso, si lo ves con claridad, y percibís que “algo debería
hacerse” para evitar que los estudiantes sean llevados a la confusión, entonces
estas páginas también son para vos.
Si no te hierve
la sangre pero te indigna, te molesta, te incomoda, te sentís mal… estas
páginas también son para vos.
Si vos no sos esa
persona y 1) te da igual lo que diga el profesor; 2) considerás que es tiempo
perdido discutir en el aula; 3) sentís una indiferencia casi completa por la
expresión “intentar que la verdad prevalezca”; 4) considerás que tenés mejores
cosas que hacer; entonces, en cualquiera de estos casos, estas páginas no son
para vos. Lo cual es una enorme pena. Lo siguiente que tenés que saber es que tampoco
la Universidad
es para vos; dado que la
Universidad es, por definición, el espacio privilegiado para
la búsqueda y el descubrimiento de la Verdad.
Y si a vos te da igual escuchar una verdad o un error,
entonces, quizás, debas replantearte si continuar esta cursada es tu vocación. Dice
Romano Guardini:
La
expresión más horrible de la violencia es que se le destroce al hombre su
conciencia de verdad, de modo que ya no esté en condiciones de decir: 'Esto es
cierto... eso no'. Quienes lo hacen -en la práctica política, en la vida
jurídica y donde sea- deberían darse bien cuenta de lo que hacen: quitar al
hombre su condición de hombre.
A
su turno, el gran Donoso Cortés pudo escribir:
para aquellas sociedades
que abandonan el culto austero de la verdad por la idolatría del ingenio, no
hay esperanza ninguna. En pos de los sofismas vienen las revoluciones, y en pos
de los sofistas los verdugos[1].
Si la verdad es
el alimento del intelecto, entonces no nos puede dar lo mismo que se afirme la
verdad y que se afirme el error o, al menos, que se siembre la confusión. Algo
hay que hacer: ser alumnos no nos exime de nuestra obligación, como católicos,
de dar testimonio de la verdad.
Santo Tomás de
Aquino dejó expresado que:
El intelecto es entre las cosas
humanas aquello que Dios más ama[2].
Cómo amará Dios
la inteligencia del hombre, si el intelecto humano –capaz de la verdad y del
logos– es reflejo y participación del Verbo Increado. Y dado que todo amor genera
un odio por aquello que es contrario, podemos afirmar sin temor a equivocarnos
que Cristo –Logos Eterno, Verbo Increado del Padre– odia inconmensurablemente
la mentira y el error, tal vez de un modo que mucho nos cueste imaginar. Por
eso es que el amor a la Verdad
y a nuestro prójimo es –debe ser– el motor de las siguientes reflexiones y
consideraciones. La mayor caridad con los demás está en decirles la verdad.
De lo anterior se
sigue que no basta el conocimiento de la verdad, hace falta amarla. Este amor se
manifiesta a veces en raptos de ira, dado
que en este mundo existen muchas cosas contrarias a la verdad. Por eso es que
del amor a Dios que los católicos tenemos brota, casi espontáneamente, la
cólera ante todo aquello que contraría a Nuestro Señor, quien se llamó a sí
mismo “el Camino, la Verdad
y la Vida ” (Jn.
14,6). Ese odio al error –nunca al que yerra– es también efecto del amor a la
verdad. Más aún: porque amamos a la
persona que está fuera de la verdad es que tenemos la obligación, aplicando
la Virtud de la Prudencia , de hacer algo
para no permanezca en ese estado. Caridad, Prudencia y santa cólera se conjugan
así armónicamente.
Este deseo que
todos los fieles atesoramos en el corazón se apoya en que fuimos creados “para”
la verdad. Tenemos un deseo innato, un hambre por ella. Otra cosa no nos deja
tranquilos, al menos a largo plazo. Queremos conocer, queremos saber, queremos
entender porque el que entiende es feliz.
La estudiosidad
es la virtud que modera el natural apetito de conocer. Como bien nos recuerda
el Estagirita, “Todos los hombres tienden por naturaleza a saber”: fuimos
hechos por el Logos y somos logos. Somos logos
participadamente, claro. Creados a imagen de Dios, que es toda Verdad, toda
Luz, toda Inteligencia:
La inclinación natural a la verdad, que está
en el origen de la vida contemplativa, de la filosofía y de las ciencias, no
puede ser evidentemente una inclinación ciega, pues la oscuridad no puede
engendrar luz. Dado que se halla en la fuente de la vida de la inteligencia y
le suministra sus primeros principios será preciso llamarla, más bien,
«sobreluminosa», como una luz superior del espíritu que nos hace participar de
la luz divina. Es tan luminosa en sí, que nuestra razón no puede contemplarla
directamente[3].
Y cuando el
hombre explora aquí, es cuando más siente su incapacidad para probar y
demostrar todo: “Es absolutamente imposible demostrarlo todo, porque sería preciso
caminar hasta el infinito” (Aristóteles). Yendo tras la raíz, pensando
los fundamentos de su propia actividad intelectual, el ser humano se encuentra
ante una Luz que no necesita justificación y que hace posible que nosotros
justifiquemos todo. Luz indemostrable, signo de la participación de Dios en el
hombre. Así le canta el poeta:
Llenas el universo y no te llena;
contienes toda cosa
y a ti ninguna contenerte puede;
quiere la mente ansiosa
el arcano indagar, y rota cede.
La
inteligencia humilde cede ante esa inaccesible luz para extasiarse y
maravillarse en Aquella Belleza, Aquél Bien de la cual el hombre participa:
¡Oh sumo en fortaleza!
¿Cómo es tu nombre ignoto,
si en todo cielo y toda tierra brilla?
Es profundo... profundo
y a su profundidad ninguno llega.
¡Lejos está... muy lejos...
y toda vista ante su luz es ciega![4].
El Padre
Castellani, a su turno, agrega:
La tarea principal del hombre es salvarse, y el hombre se
salva por la Verdad
(…) San Agustín decía que el peor mal del hombre es el error. ¿No es el pecado
el peor mal de la tierra para el cristiano? San Agustín decía esta cosa enorme,
que es el error. Pero Cristo no dijo “Yo soy la moral”, -dijo: “Yo soy la Verdad. La Verdad os
hará libres”.
¿Por qué y para qué escribimos ésto?
Lo primero que
corresponde es SITUARTE. Este artículo va dirigido a quienes cursan carreras
tanto en instituciones terciarias como en universidades; está dirigido a
quienes advierten, con mayor o menor claridad, las imprecisiones, errores o
incluso mentiras, etc., que se vierten en las clases desde la palabra del
docente. Lo más normal es que seas un hombre joven pero no descartamos en
absoluto que peines alguna que otra cana o que ya no tengas más nada que
peinar. En cualquier caso, esperamos que te sea útil: ya sea para vivir tu
carrera, ya sea para saber qué decir y cómo decirlo a los que la están
viviendo.
En la Argentina , la realidad
universitaria está muy lejos de ser homogénea. Más bien, es todo lo contrario. Es
muy difícil generalizar y acertar: debe distinguirse entre universidad de
gestión privada o estatal, universidad católica o no católica, entre tal o cual
carrera. No son todas lo mismo y abundan las diferencias. Incluso una misma
carrera en una misma universidad puede diferenciarse de su equivalente como el
día de la noche. Sin embargo, en cualquier caso –si hemos de ser fieles a la esencia de la Universidad – el
fin absoluto de ella es la
Verdad. La posesión de la Verdad es la que justifica y legitima toda enseñanza,
sobre todo a este nivel.
Si asistimos
voluntariamente a las clases –y lo es, dado que estamos en la mayoría de edad–,
lo hacemos para conocer la Verdad de tal o cual
disciplina: ya sea que esta verdad implique un conocimiento puramente
especulativo, sea que suponga el dominio de
la técnica correcta –la habilidad
correspondiente– sobre tal o cual tema u objeto, etc.
Es sabido que
existen carreras más y menos ideologizadas: si hablamos de la UBA , por ejemplo, cualquiera
advierte que la facultad Filosofía y
Letras no es igual que Agronomía.
Sin embargo, en la medida en que existe un “piso común” (CBC, por ejemplo); en
la medida en que existen materias de formación
de pensamiento en la totalidad de las carreras; en esa medida, está en
juego mucho más que una técnica o
una mera habilidad. Está en juego una determinada cosmovisión y, por
consiguiente, está en juego la
Verdad.
Por lo tanto, la
pregunta es: en el caso de que seamos concientes de que la palabra docente se
aleja de la verdad (de la manera que sea), ¿podemos nosotros, estudiantes,
intervenir y defender la Verdad
en la universidad?
Si podemos
hacerlo, ¿debemos?
Y si en algunos
casos debiéramos hacerlo, ¿cómo sería esta intervención?
A estas preguntas
intentaremos darle respuesta. Para justificar el presente planteo, es
importante reforzar y tener presente algunos conceptos previos[5].
Qué es la universidad
Etimológicamente,
viene de uni-versus. En la
universidad tiene lugar lo universal, lo
que es válido en una multiplicidad de casos y no en uno sólo. Su razón de ser
es una verdad capaz de ser aplicada en multitud de casos.
Esto no quiere
decir –por supuesto– que el error no tenga importancia fuera de los claustros.
Por supuesto que lo tiene. Pero es evidente que nuestra responsabilidad –puesto
que de eso estamos hablando: de nuestra
responsabilidad– en la rectificación de un error guarda relación con la
circunstancia en que nos hallemos: ¿estamos igualmente obligados a rectificar
un error pronunciado en un bar que un error pronunciado en el claustro? ¿Es lo
mismo la circulación de una mentira sobre la Medicina en una
conversación mantenida en un colectivo, que esa misma mentira dicha y enseñada
desde la cátedra? ¿Tiene la misma gravedad la confusión generada en un chat que
la fomentada por los docentes? Son consideraciones que es importante hacer, a
fin de determinar si nosotros como católicos tenemos o no responsabilidad de
intervenir. Y, llegado el caso, en qué grado.
La primacía de la Verdad
en la actividad académica
Si se entiende
bien este punto, casi nos animamos a decir que todo lo demás estaría encaminado.
La Verdad es
uno de los nombres de Dios. Más aún: es el
Nombre de Dios, que de sí mismo no dijo “Yo soy la moral” sino “Ego sum veritas”,
como dice el Padre Castellani en San
Agustín y Nosotros. No somos nosotros los que poseemos la Verdad sino que debe ser
Ella la que nos posea. En el Eclesiastés podemos leer una frase realmente
magnífica: “Lucha hasta la muerte por la verdad y el Señor Dios luchará por
ti”. Por tanto, es el mismo Espíritu Santo quien inspirando al escritor sagrado
sostiene que el hombre debe combatir
por las cosas como son. Por eso, sostiene el Padre Alberto Ezcurra:
Santo Tomás llega a decir
por ahí que si uno, por espíritu
cristiano, muriera por defender una verdad matemática sería mártir; es
decir, no por las matemáticas ciertamente, sino porque si a uno le quisieran hacer decir que dos más
dos son cinco en vez de cuatro y uno se negara a eso como cristiano, estaría negando una mentira[6].
La defensa de la Verdad en la universidad
debe ser para un católico un capítulo de su vida, porque el deber de defender la Verdad incluye –ciertamente–
pero también excede al claustro. ¿O acaso en la época del Eclesiastés existían
universidades? Es evidente que la relación del hombre con la verdad no es
instrumental sino constitutiva: la verdad es el alimento de su intelecto, la
vida de su entendimiento. Necesita de ella como del agua. A ningún confirmado
le es lícito reservar el testimonio de la verdad a los ámbitos en que ella
sería fácilmente aceptada. Habría ciertamente una prudencia carnal en callar
sistemáticamente la verdad católica u otras verdades porque se especula que, en
el caso de decirlas, el creyente sería resistido o, incluso, podría perder
algún tipo de beneficio.
Qué
es el docente. Su finalidad. Cómo enseña. Ni conductismo ni Piaget.
¿Qué hay del
docente?
Es
importante conocer el deber ser del
profesor. Sólo conociendo lo que el profesor debería ser, estamos en
condiciones de entender y juzgar correctamente al profesor que tenemos delante. Si la imagen que tenemos del docente
es paupérrima, una clase paupérrima no hará mella en nosotros: es lo que
esperábamos. Pero si nuestro concepto del docente es elevado, estaremos en
condiciones de apreciar si hay una correspondencia. Y así podremos discernir
con mayor sutileza qué debemos hacer y cómo debemos comportarnos ante un
docente que –en alguna medida– se aleja de su esencia y razón de ser.
El
docente es un conductor, tal como la palabra latina lo indica. El verbo
“conducir” –ego duco, yo conduzco–
nos permite ingresar fácilmente en el significado de esta nobilísima vocación.
Sin ir más lejos, la misma palabra “educación” incluye el término latino. El
docente es el conductor del alumno y debe conducirlo a los manantiales de la Verdad ; una Verdad que debe
primero contemplar él mismo para así estar en condiciones de transmitir a los
demás. Sin embargo, en esta conducción, el hallazgo de la verdad es una acción
propia del alumno y no del maestro. El docente pronuncia los signos de las
cosas –las palabras– y es el alumno el que –comparando la palabra que escucha
con la palabra que en su mente ya habita– puede apreciar si lo que el docente
le dice es compatible con lo que él ya sabe. Y entonces, se aventura a nuevas
conclusiones.
Lejos tanto de
una visión conductista del conocimiento como también de una postura
constructivista (Piaget), el modelo de educación católica no es otro que el de Acto–Potencia: la inteligencia del alumno,
en potencia de conocer la verdad, llega al acto ejercitándose ella misma pero
gracias a la actualidad que el maestro le participa. En su obra llamada De Magistro, San Agustín explica
magníficamente esta realidad. Santo Tomás también retoma el asunto en la Suma Teológica. Siguiendo
al Aquinate, diremos que las palabras no son causa suficiente o total de la
enseñanza –esto es, de la captación del significado– sino que son causa coadyuvante. Son “condición” de la
captación del significado, pero no condición suficiente aunque sí necesaria.
Observando esto[7], San
Agustín concluía que el aprendizaje era producido por un Maestro Interior que obraba en nosotros a partir de esos elementos
preparatorios: las palabras. Aquinas nos dice al respecto:
el hombre que enseña ejerce
únicamente un ministerio externo, lo mismo que el médico cuando sana. Pero así como
la naturaleza interna es la causa principal de la curación, la luz interior del
entendimiento es la causa principal de la ciencia. Ambas cosas proceden de Dios.
Así como se dice de El: El que sana todas tus enfermedades (Sal 102,3),
también se dice: El que enseña al hombre la ciencia (Sal 93,10), en
cuanto que llevamos impresa en nosotros la luz de su rostro (Sal 4,7),
por la que se nos manifiestan todas las cosas[8].
El aprendizaje no
queda reducido a una “construcción” (Piaget) ni a un mero depósito extrínseco,
como lo cree el conductismo. Es una realidad mucho más rica. Los grandes
doctores aprecian con claridad que no es el maestro y ni siquiera sus vocablos,
sus palabras, las que en cuanto tales
enseñan; aquél que habla, que pronuncia un discurso lo que hace –y es todo lo
que puede hacer, que no es poco– es disponer
al entendimiento de quienes lo escuchan a comprender el significado de sus
palabras. Es por eso que:
El maestro no produce en el
discípulo la luz intelectual; no produce tampoco directamente las especies
inteligibles, sino que por la enseñanza mueve
al discípulo para que él, por su propio entendimiento, forme las
concepciones inteligibles, cuyos signos le propone exteriormente[9].
Naturaleza
del principio de autoridad: participación de la autoridad de Dios
Evidentemente
que, en clase, la autoridad es el docente.
A él y no a los
alumnos le corresponde explicar los contenidos, preparar el temario, pensar los
exámenes, responder preguntas, etc. El espíritu de este trabajo se encuentra muy
lejos de esa engañosa horizontalidad que rige en muchas universidades públicas
en donde se pretende que el alumno
sea “el par” del docente. Si esta demagogia llegase a cubrirlo todo, no estaríamos
ya ante un aula universitaria sino frente
a un antro, cuyos efectos no pueden ser sino el desorden y la anarquía.
Es
necesario resaltar que todo docente merece respeto y que la defensa de la Verdad supone e incluye el
respeto a la autoridad, porque toda autoridad –en cuanto tal– no es sino
participación de la autoridad divina. Así lo dijo el mismo Cristo a Pilatos
(Jn. 19, 11), con palabras inmortales:
Tú no tendrías sobre mí
ninguna autoridad, si no la hubieras recibido de lo alto.
En el docente que
está en el error o en la confusión –o incluso en la mentira–, lo que en él existe
y es bueno –su autoridad–, existe “a pesar” de sus errores. Si fuese legítimo
resistirle, se le resistiría en tanto se
aleja de la verdad, es decir, en tanto induce a las inteligencias al error;
sin embargo, es importante puntualizar que en tanto haga un uso legítimo de su autoridad no se le debe
resistir.
Por poner un caso
bien claro, podría plantearse la posibilidad de una resistencia legítima respecto
de lo que el docente enseña. Pero no en relación a la fecha de tal o cual
examen.
Sería un abuso,
por lo mismo, resistir al profesor –ya en la Universidad , ya en el
Nivel Secundario o Primario– por el hecho de que imparte disciplina.
Evidentemente, sería
una hipocresía pretextar “una defensa de la Verdad ” y una “resistencia al docente” para
discutir 2 o 3 puntos en un parcial.
Estamos hablando
de otra cosa. Y más aún: mientras más impecable sea nuestra actitud en relación
a lo que en el docente hay de legítimo, con mayor autoridad moral podremos preguntarnos
si –llegado el caso y luego de una atenta observación y un prudente análisis–
podemos o debemos impugnar los
errores o desaciertos vertidos en clase.
La
corrección: acto de caridad con el mismo profesor
Enseña
el Catecismo que una de las obras de misericordia espirituales es “corregir al
que se equivoca”. La corrección, por tanto, es un acto de amor: se lo corrige
al otro para que sea mejor. Se
corrige al otro porque no nos da lo mismo que obre mal y porque él
no parece darse cuenta de su falla.
En el acto de la
corrección se plantea, sin embargo, otro elemento esencial: el acto de corregir
pertenece en primer lugar a la autoridad competente. Es decir, a las
autoridades universitarias que están por encima del profesor. Estrictamente
hablando, no pertenece al alumno la facultad de “corregir” al docente. El
alumno no tiene el derecho para hacerlo en
tanto alumno.
Antes de entrar
en la cuestión de fondo, observemos algunos elementos concretos.
Esta cuestión no
puede menos que encararse desde presunciones. Presunciones que alguien podrá
poner en tela de juicio, naturalmente, pero que para poder sostener lo
contrario deberá probar.
Primera
presunción: el docente cree en lo que dice a sus alumnos.
Segunda
presunción: la universidad conoce mínimamente la trayectoria y el pensamiento
del docente.
Tercera
presunción: el docente que ocupa ese cargo fue la mejor opción que las
autoridades universitarias tenían.
Todos estos
elementos implican que, a priori, las autoridades de la universidad (cualquiera
sea) razonablemente no tienen una afición a rever sus decisiones ni sus
nombramientos. Precisamente tienen personas trabajando para que sean ellos, y
no las autoridades, las que dicten esos contenidos. Esto nos lleva a la
conclusión de que, salvo que el docente cometa un acto innegablemente reñido
con la ley o con la moral, es extremadamente difícil que la universidad lo
desautorice: sería una forma de desautorizarse a sí misma.
Un punto esencial
es que las clases de los docentes no suelen ser observadas por las autoridades
de la facultad. Los conductores de las instituciones leen, en el mejor de los
casos, un libro de temas que es una
escuálida imagen de los contenidos de la cursada. Si se diese el caso de errores o imprecisiones
pronunciadas desde la cátedra; y un alumno católico –con todo su candor–
descansase en la presunción de que “No hace falta que yo lo corrija, aunque yo
sepa que es un error, porque esto es un deber de la universidad”, tal alumno puede apostar que la
reivindicación nunca llegará. Puede discutirse si es lo ideal o no. Pero lo
cierto es que las autoridades de una universidad o no tienen el tiempo o no
consideran necesario algún tipo de vigilancia sobre los contenidos. Si creen en
la libertad de pensamiento, depositan en el docente plena autonomía de
criterios. Si son relativistas, les bastará con que el profesor explique las
cuestiones técnicas. En uno u otro caso, salvo excepción, todo indica que si la
acción restauradora no se inicia en el alumno –que es el que escucha al
docente– la misma no tendrá nunca lugar.
Ahora bien, dado
que “la verdad tiene todos los derechos y el error no tiene ningún derecho”[10],
respondamos a la pregunta inicial: ¿Puede un alumno que está en la verdad
corregir a un docente que está en el error? A la luz de la auténtica doctrina
católica, la respuesta es evidente: puede. Es lícito a un alumno corregir y/o
reconvenir –respetuosamente, por supuesto– a un docente. Sin embargo, no desconocemos que esta distinción puede ser leída
o interpretada como un “cheque en blanco” dado a los alumnos católicos para
“extralimitarse” en sus derechos. Es por eso que caben más puntualizaciones.
Se entiende que
la situación ideal no es la de un alumno que se ve obligado a corregir a un
docente. Sin embargo, parece fuera de toda duda que un docente que en algún
punto no sea idóneo puede –sólo de manera extraordinaria– ser reconvenido,
resistido o corregido por un alumno idóneo. Y esto es así porque la idoneidad
no surge del título habilitante ni tampoco del ejercicio efectivo del cargo.
Es importante
diferenciar, por supuesto, entre corregir
y resistir. La corrección supone que
el alumno se declara explícitamente poseedor de un conocimiento. “Profesor, éso
que Ud. dice no es así. Yo sé cómo es. Es de esta manera”. La resistencia al
error, sin embargo, podría ser un paso intermedio y –de acuerdo el caso–
necesario. Se puede resistir un error haciendo preguntas en clase, formulando
respetuosamente objeciones, presentando preguntas retóricas que amablemente
sean indicativas de los puntos frágiles, etc. Lo veremos más adelante, cuando
entremos en detalle.
Practicar una
vida académica de esta manera no puede ser denominado una “corrección” al
docente sino simplemente un manifestar, explícita o indirectamente, las diferencias
que se tienen con él. Y ésto es un derecho del alumno: el alumno puede expresar pública y respetuosamente
las diferencias que tiene con el docente. Es importante ver que la corrección a
la autoridad, incluso siendo un acto de caridad, puede estar precedida por una
resistencia a ciertas expresiones.
El
alumno puede disentir con el docente pero… ¿debe
expresar ese disenso?
Entrando en una
cuestión más fina, quedó asentado en el punto anterior que el alumno puede
disentir con el docente e incluso corregirlo. Ahora bien, la pregunta que surge
es la siguiente. Siendo que “puede” disentir, ¿debe hacerlo?
Que pueda
disentir es un hecho. Ante la palabra del profesor, el alumno la juzga y
rápidamente evalúa: “Estoy de acuerdo”, “No estoy de acuerdo”, “Suspendo el
juicio”.
Ahora bien, ¿puede el alumno
manifestar su desacuerdo? ¿De qué manera?
Naturaleza
de las presentes consideraciones: Virtud de la Prudencia
Ninguna
de estas consideraciones se puede hacer sin tener en cuenta una de las más
grandes virtudes, sin la cual las demás no son tales. Y esta virtud es la Prudencia. La
Prudencia nos indicará si, pudiendo manifestar la verdad al docente, estamos
–en tal lugar y en tal clase– MORALMENTE OBLIGADOS a hacerlo. La consecuencia
en principio es sencilla: en algunos casos estaremos obligados y en otros casos
no. Por lo tanto, se extraen dos conclusiones:
·
Es falso sostener
que en todo momento y en todo lugar un alumno, advirtiendo que el profesor enseña/difunde/propaga/sostiene
algún error –o induce a los mismos, sea por ambigüedad, por limitaciones
propias, etc.– se deba siempre resistirlo, corregirlo, discutirle, etc. Luego
veremos de qué tipo de resistencia estamos hablando.
Subrayamos: en todo momento, en todo
lugar.
·
Es igualmente falso sostener que ningún alumno, en ningún momento y en ningún
lugar, tenga el deber de resistir los errores y/o imprecisiones del docente.
Subrayamos: en ningún momento, en
ningún lugar.
Quizá parezca que
no hemos avanzado mucho. En realidad, hemos avanzado bastante. El motivo es
difícil de decir pero creemos que expresarlo es muy necesario. Suele haber mucha
tibieza, mucha especulación, mucho cálculo humano y poca entrega. Nos quejamos
de la falta de fe y de esperanza pero a veces, entre los próximos, hay gente
que -nos demos cuenta o no- la promueve. No faltan consejeros de jóvenes e
incluso sacerdotes que, habiéndolos formado muy bien en los años del
Secundario, sumergen luego a sus chicos en una inexplicable contradicción. ¿Cuál
sería esa contradicción? La que brota de consejos como éste: “En la Facultad o en Universidad
vas a escuchar muchas cosas con las que no vas a estar de acuerdo. Lo que vos
tenés que hacer es decir a todo que SÍ, callarte la boca, ponerle al profesor
lo que quiere escuchar, recibirte de lo tuyo y luego predicar la verdad, título
en mano”.
Es el típico
consejo del No te metás. Este consejo,
más allá de las intenciones con las que se dice o puede decir, es gravemente inmoral.
Pulula mucho más de lo que creemos. Un atento análisis no puede hacer otra cosa
que descalificarlo con durísimos rótulos. En la Catena Aurea , Santo Tomás de Aquino cita a Beda, el
cual –comentando un pasaje de San Lucas– escribió:
Quien
menosprecia los derechos de la caridad y de la verdad, menosprecia al mismo
Cristo (que es la verdad y la caridad misma)[11].
la prudencia de la carne y
la astucia, juntamente con el engaño y el fraude, tienen alguna semejanza con
la prudencia por el empleo que, a su modo, hacen de la razón. Ahora bien, el uso de la razón recta,
dentro de las virtudes morales, destaca sobre todo en la justicia, que radica
en la voluntad. Por lo mismo, el uso indebido de la razón destaca también
en los vicios opuestos a la justicia. El más opuesto a ella es la avaricia…[12]
Para evitar la
falsa prudencia, es importante entonces tener en cuenta que, como sostiene
Josef Pieper, “Jamás podría darse la
virtud de la prudencia sin una constante preparación para la autorrenuncia, sin
la libertad y la calma serena de la humildad y la objetividad verdaderas”[13].
Si llegado el
caso, luego de un atento examen, la conclusión que brotase del mismo fuese la
decisión de no intervenir en clase, ciertamente
el alma del católico quedaría en paz con su conciencia. Ahora bien, un signo de
que está ejerciendo una auténtica prudencia sería el lamento interno y el dolor
por el hecho de que la verdad esté siendo atacada o, al menos, mal ilustrada.
Esto es muy
importante, porque un indicio de nuestra rectitud de espíritu pasa por aquí:
¿Nos duele ver a la verdad negada o desdibujada? ¿Anhelamos su restauración? Si
llegamos a la conclusión de que es prudente callar, ¿arribamos a esta decisión
dolorosamente? ¿O acaso respiramos aliviados por el hecho de haber “encontrado
motivos” para no intervenir, ya que así evitamos el disgusto de confrontar con
el profesor? ¿Tenemos predisposición al sacrificio? ¿Vivimos con
desprendimiento no sólo de las cosas materiales sino de la fama? ¿O nos importa
demasiado el “qué dirán” de nuestros compañeros? ¿Nos sentimos a gusto en un
terreno donde “descubrimos” que arriesgarse no es necesario? ¿Tenemos vocación
de confesores
de la verdad? ¿Ayudamos a quienes la están confesando o procuramos
distanciarnos o incluso diferenciarnos de ellos? Que encontremos comodidad en
nuestra ignorancia –ya que, evidentemente, a mayor conocimiento, mayor responsabilidad–
es un mal signo. Que sistemáticamente brillemos por la ausencia en la defensa
de la verdad también es un mal signo. Si, por el contrario, nos duele haber
llegado a la conclusión de que no es prudente intervenir; si aceptando no
intervenir ahora, nos preparamos para hacerlo en otro momento, entonces ésto es
un signo de que nuestro espíritu es recto. Sólo así la prudencia será virtud y
no una cobarde racionalización.
Con
humildad, dispuestos a defender la verdad
Para evitar el
celo amargo y el espíritu contencioso, es importante que estemos atravesados
por una gran virtud: la humildad. Dice el Abba Antonio: “Vi todas las redes del enemigo desplegadas sobre la tierra y pregunté
gimiendo: «¿Quién puede pasar a través de estas trampas?». Entonces escuché una
voz responderme: «La humildad»”.
La humildad fortalece
en el hombre la conciencia de que la verdad por la cual juzgamos las cosas
buenas o malas, bellas o feas, no proviene de nosotros; lo mismo se diga de la fuerza constrictiva de la verdad. Este
vigor que se hace patente en la polémica –a fin de persuadir y defender la vera
doctrina– no significa en ningún caso y de ninguna manera que el hombre como
tal sea invencible. Es la
Verdad de Dios la que no puede ser vencida. Federico Mihura
Seeber amplía en un excelente artículo esta enseñanza:
«doblegar» al adversario en
la polémica, y vencerlo, no significa
someterlo a un poder extraño, sino hacer que
él mismo: «se vea forzado a aprobar otras cosa que (antes) había negado…».
Pero reténgase sin embargo, de esta cita, la fuerza de la expresión: que el
adversario se vea forzado. Y «forzar»
es, ciertamente, «vencer o doblegar una fuerza contraria». Sólo que, en el caso
de la victoria argumental, este «forzamiento» no es sino el reconocimiento
inevitable de la necesidad racional; y esto último es el testimonio de la
dignidad suprema de la Verdad
[14].
Esta necesidad racional es tan verdadera, que
se manifiesta incluso en las concepciones erróneas, de forma tal que ellas
conforman verdaderos sistemas de negaciones.
Paradójicamente, aquellos que rechazan este discipulado en lo que las cosas
son, se convierten en maestros del error,
porque no supieron ser discípulos de la verdad (San León Magno).
Para aprender la
verdad, debe estarse más dispuesto a escuchar que a otra cosa. Esto era
practicado formalmente por la escuela platónica: durante los dos primeros años
los alumnos asistían a las clases de Filosofía sin autorización para emitir
palabra. Es que la iniciativa no está en nuestra razón que, primero, critica;
la iniciativa se halla en la realidad que nos deslumbra, actualizando al
entendimiento y moviéndolo a la admiración.
¿Qué implica
entonces ese escuchar a las cosas?
Pieper lo explica claramente:
percibir quiere decir callar. «Aunque se ha expresado ya muchas veces, no
perjudicará volver a decirlo un vez más» (Platón, Gorgias
508d): sólo lo que es en sí invisible, es transparente, y solo el que calla
oye. Y, además, cuanto más radicalmente se dirige al todo la voluntad de oír,
tanto más profundo y perfecto debe ser el silencio.
Escuchar las cosas es
equivalente al acto de filosofar. ¿Y qué es entonces filosofar? Dice el filósofo alemán
que filosofar es “oír en forma tan
absoluta y total, que este silencio que oye no se vea perturbado ni
interrumpido por nada, ni siquiera por una pregunta”[15].
Tenemos un
ejemplo de lo dicho en el diálogo platónico “El Banquete”; como siempre, Sócrates interpela a su interlocutor
hasta hacerlo admitir sus inexactitudes y contradicciones. Agatón, de él se
trata, es llevado a la aporía pero tiene la humildad suficiente para –en el
medio del calor propio de toda discusión– admitir la superioridad de su
maestro:
–Reconozco, Sócrates
–confesó Agatón–, que no soy capaz de sostener una controversia contigo. No
insistamos, pues, y sean las cosas como tú dices.
–¡No, amiguito, no!
–exclamó Sócrates– Es contra la verdad contra quien no eres capaz de
controvertir, pues contra Sócrates no es difícil, créeme[16].
El Filósofo se
hallaba perfectamente conciente de que la fuerza y el vigor argumentativo con
el que conmovía y persuadía a sus interlocutores no provenía de habilidad o
mérito suyo, sino de la luz de la Verdad. Con palabras bautizadas, el obispo de
Hipona pudo decir lo mismo con ocasión de su réplica a Juliano: “Medita ahora,
te ruego: déjate provechosamente vencer por la Verdad”[17].
Se
puede intervenir en clase. ¿Según qué criterios?
Como
la palabra imprudente arrastra al error,
el
silencio indiscreto deja en el error
a
aquellos que podían haber sido instruidos[18].
San
Gregorio.
Sin pretender
agotar las consideraciones, veamos algunos de los criterios que conviene tener
en cuenta.
–El
auditorio. ¿Se debe considerar el efecto ante el auditorio? ¿Qué elementos?
Es
importante tener en cuenta que cuando uno habla, habla para el profesor –ciertamente–
pero también para los compañeros. Porque
si no fuera por ellos –mis compañeros, de quienes supongo que no conocen la
verdad y que pueden ser confundidos por el docente o, al menos, confundidos
como consecuencia de las limitaciones del profesor– mi intervención tendría menos
valor. Por lo tanto, si se interviene en clase es importante hacerlo bien. ¿Qué significa “hacerlo
bien”?
Entre otras cosas, significa:
- Estar
seguro de que se ha entendido bien al
docente;
Aquí
se trata no sólo de lo que se dice sino
de lo que hay detrás. No sólo de lo
que se oye exteriormente sino del significado invisible. Hemos presenciado,
muchas veces, ideas verdaderas, intenciones
honestas bajo un ropaje lingüístico deficiente. En estos casos, si atendemos
al aparato lingüístico encontramos –ciertamente– objeciones. Pero si atendemos
a las ideas, encontramos coincidencias.
Lo
ideal es, por tanto, establecer como punto en común las coincidencias
conceptuales. Y luego ir confluyendo en un mismo lenguaje. Esto tiene una importancia
enorme: si el otro habla nuestro
lenguaje, estamos avanzando. Si hablamos el lenguaje del otro, estamos
retrocediendo. Para asegurarse de que se ha entendido bien al docente es
útil formularle una pregunta.
- Estar seguro de que el
docente ha dicho, efectivamente, un
error o que induce a algo que sin dudas es un error;
Puede
ocurrir que mi formación aún no sea lo suficientemente sólida y que, por tanto,
haya muchas cosas que desconozca. Puede ser que el profesor presente una verdad
en forma paradojal y, por tanto, que genere la sensación de que estoy delante
de algo falso.
Lo
mejor, como siempre, es no adelantarse. Si no se está seguro del significado de
lo que se enseña, una alternativa puede ser re-preguntar al docente para inducirlo
a que defina exactamente lo que quiere decir. Y, una vez definido, tomar la
decisión de ver cómo seguir en clase. Si mi formación es demasiado básica,
conviene extremar la prudencia.
- Estar seguro de lo que se va a decir;
Uno
no debe improvisar. Ayuda, por tanto, que uno escriba lo que quiere decir. No
se puede levantar la mano o pedir la palabra sin un propósito claro de lo que
quiere sostener.
- Intervenir respetuosa pero
firmemente;
Se
aplica en esta ocasión el famoso dicho: Lo
cortés no quita lo valiente. Puede haber respeto y, no obstante, asentar
con claridad una objeción, una pregunta retórica, una reserva, un comentario
que pretenda equilibrar la balanza, un aporte, etc. Lo importante es encontrar
el modo adecuado.
- Plantear una pregunta;
Muchas
veces, el sólo planteo de un interrogante
suele considerarse un modo sutil y cortés de manifestar –veladamente– una
diferencia. Formular la interrogación tiene la virtud de no poner al
descubierto el error o la fragilidad del argumento ajeno. Asimismo, la pregunta
no despierta –como sí lo hace la objeción lisa y llana– los mecanismos naturales
de alarma y autodefensa. Preguntar al
docente es propio del alumno. Todo se vuelve más llevadero si se hace
preguntas, aún tratándose de aquellas que por vía indirecta sepamos que no
coinciden con la mente del docente o que, quizás, enfatizan verdades que el
docente no ha negado pero que no ha declarado frontalmente.
Si
se manifiesta que la vía de las preguntas no hace mella en el docente, puede
pasarse –agotada esta instancia– a un grado de resistencia más directo. Es
importante no confundir cortesía y sutileza con diplomacia, como también no
sería justo identificar diplomacia con hipocresía.
- Formular una objeción con lógica y rigor;
Lo
que uno vaya a decir tiene que tener consistencia. Nunca puede ser algo poco
elaborado. Hay que tener conciencia de que en ese momento, si la verdad está
siendo atacada o al menos ocultada en lo esencial, somos los defensores de
ella. No nos podemos dar el lujo de hacerlo mal. Para eso es preciso formarse
constantemente. Quienes aleguen no defender la verdad porque no tienen
formación, deben movilizarse para conseguirla. No vale decir “No sé” pero
después nunca prepararse.
- Escuchar con atención la
respuesta que el docente nos da;
Es
posible que seamos nosotros los que estemos
equivocados. Es posible asimismo que el docente, en la misma respuesta, aclare
lo que antes había quedado impreciso. Y que, luego de esa aclaración, no
tengamos nosotros razones para cuestionarlo o siquiera importunarlo. Si hemos
intervenido de buen grado, con amabilidad, no será difícil aquietar nuestro
espíritu en el caso de que –aclarado el punto– lo que al principio creímos que
era un error, se manifieste luego como verdadero. Si hemos intervenido abrupta
o intempestivamente, si le declaramos la guerra, en cambio, la “marcha atrás”
nos va a costar mucho más. Y dejaremos en ridículo el argumento que
pretendíamos sostener.
Un
buen docente agradecerá intervenciones de este tipo, que le dan la oportunidad
de ser más específico y enseñar mejor.
Quizá
alguien pueda poner como reparo que no está en condiciones de hacer ésto.
Podemos responderle que, tal vez, no cuente con la totalidad de estos requisitos (prudenciales, insistimos;
requisitos que, quede claro, este trabajo de ninguna manera pretende agotar). Quizás
no cuente con todos los requisitos. Pero
que seguramente cuente con algunos. Será cuestión, por lo tanto, de ejercitarse
en este arte de la comunicación.
Consecuencias de lo anterior
Si hay requisitos para defender la Verdad , entonces es falso que la Verdad pueda ser defendida
“de cualquiera manera”. Aunque es cierto que nadie propone, teóricamente,
defender la Verdad
“así como así”, es más bien en el terreno de la práctica en donde podemos
fallar por descuido, improvisación, impaciencia, falta de experiencia, etc.
Fallamos porque somos seres humanos, no porque seamos seres perversos que
queremos alejar al interlocutor del manantial de la realidad. Sin embargo, el
punto es que –poseyendo el ardor por la Verdad – podemos cometer errores; si así fuese, lo
que hay que corregir son esos errores (y no mitigar ese ardor).
Simple. Sin autoculparse
excesivamente pero tampoco sin estancarse en formas o vicios adquiridos. Todos
tenemos mucho por aprender. Quizá muchos de estos vicios tengan relación con la
falta de la Virtud Cardinal
de la Fortaleza.
Algunas
actitudes que deben evitarse en la defensa de la Verdad :
–Falta de
medida en la reacción: si el profesor está hablando en un tono normal y uno pega
un grito y reacciona, ha roto la “proporción”.
–Falta
de gradualidad en la reacción: si ante el primer error del profesor, un
católico responde: “si Ud. mantiene su posición, me voy del aula”, probablemente
es mucho para una primera aproximación.
–Sorna
e ironía: si el comentario u observación destila un tono burlón, probablemente
el profesor tenga menor disposición a escuchar lo que realmente quiero decir.
Esta reacción es instintiva y humana.
–Falta
de seguridad: como se ha dicho antes, si uno no está seguro de que el docente
está afirmando algo contrario o distinto o al menos lesivo de la Verdad , debe asegurarse
antes de practicar cualquier tipo de resistencia y/o corrección (desde la mera
interrogación hasta el liso y llano cuestionamiento). De lo contrario, uno puede
con la mejor de las intenciones generar un mal cuando lo que quería era,
precisamente, hacer un bien.
–Falta
de respeto al profesor: si la respuesta no se limita al tema en cuestión sino
que aprovecha e incluye alguna palabrita como “me parece una idiotez esa posición…” o “el que diga
tal cosa es un loco…” no se puede
esperar una respuesta tranquila.
No
conviene a la defensa de la
Verdad tales adjetivaciones innecesarias. Los profesores son
muy celosos de sus clases: rápidamente, la defensa de una cuestión objetiva y
fundamental puede convertirse en la disputa de dos egos que buscan reducirse el
uno al otro. Y esto también conspira contra la naturaleza de la enseñanza.
–Cuidado
con el espíritu contencioso: espíritu contencioso es el espíritu de pelea. La
afición a pelear por pelear, discutir por discutir.
–Evitar
toda torpeza. La defensa de la
Verdad debe ser inteligente.
Enumeración y análisis de casos distintos
Para que veamos la diferencia que
puede haber entre una Universidad y otra, entre unos claustros y otros,
deseamos enumerar una serie de casos que –a nuestro humilde juicio– admiten
distintos tratamientos. No pretendemos agotarlos y rogamos al lector interesado
que se comunique para ofrecernos los que no estén contemplados en este trabajo.
Veamos:
---Cuando
el profesor se equivoca ocasionalmente; si se trata de un buen profesor que de
manera eventual afirme un error o cometa una imprecisión, puede caber el
recurso de esperar que termine la clase, acercarse en privado y señalárselo
amablemente, sea por vía directa o indirecta. Esta posibilidad está también
condicionada por el espíritu de recepción y de escucha que se advierta en él.
---Cuando
el profesor se deja abordar en privado y se manifiesta comprensivo ante las
correcciones; es el caso anterior. Si advertimos que tiene la sensibilidad para
ello, quizá se avance mucho más en privado que en público. Y si el profesor, en
la siguiente clase, rectifica uno de sus errores, entonces hemos ganado un
docente.
---Cuando
el profesor se equivoca sobre temas que el alumno no conoce en profundidad;
evidentemente, no hay aquí una responsabilidad del alumno de intervenir. Mucho
menos, de objetar. ¿Cómo objetará lo que no conoce? Si lo hiciese, quizá
dejaría malparada la misma causa que pretende defender.
Sin
embargo, sí queda como obligación del alumno: 1) anotar los temas que no sabe;
2) buscar una respuesta más tarde, para no quedar “pagando” la próxima vez.
Asimismo, puede formular una pregunta para precipitar la aclaración del
profesor.
---¿Intervención
como discusión o como pregunta?; es un recurso muy importante, ya comentado. Se
puede formular una pregunta que obligue al docente a precisar lo dicho; se
puede formular una pregunta que ponga en evidencia alguna premisa implícita que
el docente dio por sentado pero que, ahora, no tiene más remedio que demostrar
o, al menos, exhibir.
Es
un recurso preferible a la discusión y a la corrección, puesto que la
manifestación explícita de la diferencia es una situación que –por lo general–
no es deseada ni deseable por el docente. Las alertas se encienden. El ambiente
se tensa. Es algo natural. Varias preguntas sugerentes pueden, no obstante,
desembocar en la objeción lisa y llana (si ya no hay otro remedio). Pero como
herramienta intermedia es indispensable. Hace a la estrategia y a la cortesía:
la pregunta inteligente es tomada como un obsequio de la sutileza del alma.
Esto
no significa desechar el recurso a la oposición lisa y llana. Sólo tener en
cuenta, como medida gradual, esta perlita del estilo indirecto.
---Cuando
el profesor admite de buen grado una discusión en clase; no es algo común pero
puede pasar. Si se sabe ésto con anterioridad, entonces se debe ir bien
preparado. En tal caso, es indispensable evitar por todos los medios cualquier
referencia irónica o adjetiva de la posición del docente: es un debate
intelectual y lo único que debe interesarnos es la Verdad.
Luego tenemos diferentes casos. Como
no pretendemos agotar el tema, nos limitamos a describirlos. Aquí están:
---Cuando
el profesor no admite de buen grado una discusión en clase;
---Cuando
el profesor no sólo no admite de buen grado la discusión sino que intenta
imponer el error a fuerza de descalificaciones;
---Cuando
el profesor se equivoca en cuestiones menores;
---Cuando
el profesor se equivoca en cuestiones importantes;
---Cuando
el profesor se equivoca en cuestiones importantes pero acierta en otras
cuestiones que también lo son;
---Cuando
el profesor se equivoca regularmente;
--Cuando
el profesor, abordado en privado, se mantiene en sus dichos pero admite que
aunque él no los comparte, existen otros enfoques; en tales casos, se le podría
sugerir a este docente que al menos mencione, frente al aula, los enfoques
distintos al suyo. Más aún: que en la bibliografía de la materia incluya algún
texto representativo del mismo. Todo eso sería una victoria.
---Cuando
el profesor se manifiesta como enemigo declarado de la Verdad.
La unión hace la fuerza
Si en el aula hubiese varios amigos o
compañeros que piensan católicamente, es INDISPENSABLE que se unan en la
defensa de la Verdad
cuando la misma esté siendo negada, ocultada o distorsionada. Es propio de la
cobardía y la mediocridad abandonar al amigo o al compañero en esta empresa.
Puede
ocurrir el caso, no obstante, de que no se comparta “el modo” en que otros defienden
la Verdad y
que, por este motivo, la persona no desee verse involucrada en formas o tonos
que no ha elegido.
¿Cómo
saber si esto es una excusa o una realidad? ¿Hay algún modo? Si ésto es sólo
una excusa se tornará manifiesto de una manera muy simple: ellos no la defenderán,
ni de tal manera ni de otra. Es un desorden grave y conduce a la tibieza el
sistemático silencio en la defensa de la Verdad por el temor mundano a quedar pegado a los modos de un
compañero.
Humor y Alegría
La defensa de la Verdad no puede ser hecha
desde la tristeza.
No
conseguir rápidamente resultados no es algo que pueda desanimarnos. Todo lo
contrario. Debemos estar alegres y siempre defenderla, incluso con humor.
Recemos por nuestro profesor.
Valorar los avances, aunque sean pequeños
Es muy probable que –sobre todo al
principio– no podamos torcer o enderezar una clase o un determinado curso de
enseñanza. Sin embargo, cualquier avance o adelanto –por pequeño que fuese–
debe ser valorado. Si conseguimos que un docente que sólo presentaba una
postura incluya, honesta y responsablemente, la presentación de la otra… algo
se ha avanzado. Si se ha defendido la verdad, aunque no convencido al docente…
algo se ha avanzado; puesto que, como dice Pieper, “cada vez que afirmamos una verdad, el Reino de la Mentira retrocede”.
Hay
que evitar la impaciencia y la debilidad, según la cual ningún resultado nos
conforma.
Algunas preguntas que pueden estar en nuestra cabeza…
–¿La discusión con el profesor violenta el principio de
autoridad?
Si
la discusión se mantiene dentro de los cauces razonables, no, no la violenta.
Porque, ante todo, cabe subrayar que la reacción y la defensa de la Verdad que aquí se propone
es por amor a la vocación del docente,
por amor a la misma persona que está en el error. Es decir: es para recordarle a él que debe ser transmisor
de la Verdad y
no de otra cosa. Dicho de otro modo: no sólo es verdad que entrar en
controversia con el docente NO violenta su autoridad. También es verdad que
aquellos a quienes no les importa si el docente dice la verdad o no, aquéllos
son los primeros que mancillan la autoridad del profesor. Y la mancillan desde
su fría indiferencia.
–¿Podemos lícitamente no defender la verdad “en materia
histórica”, la cual al fin y al cabo no es tan importante como la verdad “en
materia religiosa”? Creo que en el primer caso no hay que reaccionar.
Grave
error, dado que tanto la verdad histórica como la verdad religiosa participan
de la Verdad. Lo
que define que yo reaccione por una o por otra está ligado a otras consideraciones
–las que hemos visto en este artículo– y
no al hecho de que se trate de una verdad histórica o una verdad religiosa.
Por lo demás, si no hemos ejercitado
el ánimo y el temple a la hora de defender la verdad histórica, ¿estaremos en
condiciones psicológicas y morales de defender la verdad religiosa? Difícil.
–“Toda discusión es mala y nunca se llega a nada, nadie
nunca cambia de opinión”.
Posición
pesimista. Recuerda la fábula de Esopo del zorro y las uvas. El zorro se acerca
a la vid, se estira, intenta pero no llega. Y entonces, despechado, dice “Esas
uvas estaban verdes”. Cuando no queremos hacer algo, siempre encontramos
excusas para decir que no tiene sentido hacerlo.
No
es extraño que esos alumnos que nunca quieren discutir porque “es inútil” sean
los primeros en discutir la nota del parcial o del final.
–“Mientras el profesor no diga abiertamente ninguna
barbaridad, no hay por qué reaccionar”.
Justamente,
los errores más sutiles son los que más penetran en las mentes.
Pío
XII hablaba por ejemplo de afirmaciones heréticas y afirmaciones
“heretizantes”. Estas últimas no eran en sí mismas “herejías” pero inducían o eran próximas a la herejía[19]. Del mismo modo, existen afirmaciones
equivocadas pero también existen afirmaciones que inducen a la equivocación.
Con las reservas del caso, ¿por qué no resistirlas?
–Son cosas pequeñas. No tienen sentido. Son discusiones sin
sentido.
Leopoldo
Marechal a su discípulo:
“Por la mañana, cuando te
levantes, piensa, Josef, en ese nuevo día;
y no te olvides que al salir al sol entrarás en un campo de batalla.
Que no te engañe el paso normal de los tranvías ni la canción melosa del frutero
ni el pacífico rostro de tu jefe ni la sonrisa blanca de tu subordinado.
y no te olvides que al salir al sol entrarás en un campo de batalla.
Que no te engañe el paso normal de los tranvías ni la canción melosa del frutero
ni el pacífico rostro de tu jefe ni la sonrisa blanca de tu subordinado.
Ángeles y demonios pelean
en los hombres:
el bien y el mal se cruzan
invisibles aceros.
Y has de andar con el ojo del alma bien alerta,
si pretendes estar en el costado limpio de la batalla.
Josef, nada es trivial en esa guerra:
basta el peso ladrón de una bolsa de azúcar
Y has de andar con el ojo del alma bien alerta,
si pretendes estar en el costado limpio de la batalla.
Josef, nada es trivial en esa guerra:
basta el peso ladrón de una bolsa de azúcar
–“Si discuto con el profesor, puedo recibir represalias y
castigos por eso”.
¿Y?
Si no discutís, debiendo hacerlo, estando moralmente obligado a hacerlo, no serás
otra cosa que un cobarde. Si querés que lo digamos “fino”, serás un enano intelectual. Más bien deberías
preguntarte: ¿Y qué castigo del cielo puedo recibir si no soy capaz de
reconocer la Verdad ,
acá en la tierra? Si sólo reconozco la Verdad en los ambientes en que no debo temer
nada; si sólo expreso mi pensamiento en circunstancias cómodas y favorables, ¿qué
hay, qué tengo de extraordinario? ¿Merezco entrar al Reino de los Cielos si no
he combatido? ¿Podré mostrar cicatrices ante Dios Nuestro Señor? ¿O la única
cicatriz que exhibiré será la del apéndice?
–“Si discuto con el profesor, mis compañeros me van a
empezar a mirar mal”.
¿Cómo
lo sabés? Por lo demás, tenemos experiencia directa y conocemos casos de
compañeros que tiempo más tarde han agradecido a sus compañeros el haber
intervenido en clase, haciendo precisiones o resistiendo las afirmaciones del
profesor. ¿Qué harías si el día de mañana alguien piensa mal de vos por hacer
bien tu trabajo? ¿Dejarías de hacerlo bien? Y si tus compañeros de trabajo
pensasen que por ser fiel a tu esposa “sos aburrido”, ¿qué harías?
–“Todo el que discute con el profesor violenta el principio
de autoridad y, haciéndolo, se coloca a sí mismo como autoridad”.
Lo
hemos visto anteriormente. Argumento falaz que sólo alimenta nuestros
escrúpulos. ¡Quizá es mejor que el profesor diga errores abiertamente! ¡Quizás
es mejor que el profesor sostenga cualquier barbaridad mientras nosotros –siendo
muy buenos cristianos– nos
refugiamos en nuestro pupitre, a gusto con nosotros mismos, convenciéndonos y
queriendo creer que estamos solamente “respetando su autoridad”!
No.
Dios no pide eso.
–“Los alumnos deben primero estudiar, saber, informarse y
luego discutir si lo desean con los profesores”.
Seguro.
Pero no se puede dilatar al infinito tal procedimiento, porque sería la manera
más hipócrita de dilatar la defensa de la Verdad.
Por
lo demás, para resistir muchos errores no es necesario tampoco haber cursado 10
años y estar recibido de Especialista en Energía Atómica… Cualquiera sabe que
multitud de errores que circulan comúnmente pueden ser resueltos con un esfuerzo
menor, siempre y cuando haya voluntad de aprender.
–“Hay que intervenir siempre de buenas maneras, no discutir,
no pelear, sino proponer. Hay que hablar en positivo, hablar de lo que nos une
y no de lo que separa”.
Es
verdad que la propuesta positiva, amable, es uno de los escalones primarios en
la defensa de la Verdad. La
necesaria gradualidad se impone como una norma de la prudencia. Pero no se
puede desconocer que a veces no es suficiente. Y si no es suficiente, si se han
agotado instancias intermedias, entonces es
lícito recurrir a la discusión. El punto es que esté realmente agotada la
instancia intermedia. No es aconsejable una posición ghandiana.
–“Si discuto con el profesor, tardaré en completar mi
carrera; tardaré en recibirme y no podré hacer todo el bien que pretendo”.
Un
planteo imaginario. Quizás Cristo pudo haber dicho que si era crucificado,
sufriría mucho.
El
punto es otro. El punto es “si debo” o si “no debo” intervenir en clase. Ahora
bien: si no quiero intervenir en clase, encontraré razones para decir que “no
debo hacerlo”.
–“¿Persecución del docente? El profesor se encarnizará
conmigo y no me dejará en paz”.
Hay
que tener cuidado con la primacía del miedo y no de la realidad. Hay una frase
que dice: “Muchas cosas no nos atrevemos a realizar no porque sean difíciles,
sino que son difíciles porque no nos atrevemos a realizarlas”. Atrevámonos a
hacerlo. Y luego todo será más fácil.
Nuestros
propios miedos nos hacen pensar en un docente omnipotente, con pezuñas en vez
de manos. No es así. No pueden hacer lo que quieren. Pero aún si fuera el caso, deberíamos estar listo para resistirlo
cristianamente y ofrecer este sacrificio por el honor de la Verdad.
Conclusión
Santa
Teresa escribió: “Todos los que militáis
debajo desta bandera, ya no durmáis, ya no durmáis, pues que no hay paz en la
tierra”. Santo Tomás como uno de los oficios del sabio, al comienzo de la Suma contra Gentiles: “así como propio del sabio es contemplar,
principalmente, la verdad del primer principio, y juzgar de las otras verdades,
así también lo es luchar contra el error”[21].
No somos sabios, es cierto, pero podemos saber algunas cosas. Y puede haber
casos en que respecto de ellas estemos cristianamente obligados a decirlas.
También sostuvo el Aquinate: “hasta el
mismo silencio de quienes deberían hacer frente a cuantos pervierten la verdad
de la fe sería la confirmación del error”. Pensamos en profesorados y en
cursos de catequesis, en donde las verdades de la Revelación están
ciertamente en juego.
La
mejor doctrina nos previene de la tentación de debilidad: somos movidos a
ocultar la lámpara debajo del celemín y
nuestra formación se vuelve un trampa mortal, dado que las numerosas lecturas
que hemos incorporado sólo las utilizamos para excusarnos. Al contrario, no
debemos temer sembrar la verdad, aunque nos duela, ni desistir en la
predicación de lo que las cosas son:
“No vaciles jamás en la defensa o
enunciación o elogio de la
Verdad , el Bien y la Hermosura. Son tres
nombres divinos que trascienden al mundo, y es fácil deletrearlos en las cosas.
No los traiciones, aunque te flagelen…”[22].
La
mejor doctrina, entonces, nos previene de la política del avestruz,
exhortándonos a dar testimonio; sabiendo que en el Último Día no será el mundo
el que juzgue a Cristo: será Nuestro Señor el que juzgará –ya lo ha juzgado– al
mundo. Y precisamente por eso, tiene lugar aquella santa ira que lamentablemente muchos lectores de Santo Tomás no
conocen:
“Quienquiera que ama la verdad
aborrece el error y este aborrecimiento del error es la piedra de toque
mediante la cual se reconoce el amor a la verdad. Si no amas la verdad, podrás
decir que la amas e incluso hacerlo creer a los demás, pero puedes estar seguro
de que, en ese caso, carecerás de horror hacia lo que es falso, y por esta
señal se reconocerá que no amas la verdad”[23].
Por
tanto, con un amor prudente y entusiasta, larguémonos a dar ese impostergable
testimonio católico en las universidades, profesorados y terciarios. Dios nos
asista.
[1]
Donoso
Cortes, Ensayo sobre
Catolicismo, liberalismo y socialismo, en su Obras escogidas,
Poblet, Buenos Aires, 1943, pág.
469.
[2] Santo
Tomás de Aquino. Comentario de la Ética de Aristóteles, Libro X,
lección 13, n. 9.
[3] S. Pinckaers, Las fuentes de la moralidad cristiana, Universidad de Navarra,
Pamplona, 1988, págs. 511-512.
[4]
Judah Levi, Dios, en José María Pemán
y Miguel Herrero. Suma Poética. Amplia
colección de la poesía religiosa española, segunda edición, Madrid, BAC,
1950, págs. 35-36.
[5]
Se aprecia que hemos dejado de lado, deliberadamente, el caso de los docentes
que dicen y enseñan la verdad. Para ellos no hay otra actitud que no sea el
agradecimiento. Cabe decir que conocemos numerosos docentes que dan y que nos
han dado un excelente y ejemplificador testimonio de su vocación en las
cátedras. A ellos toda la gratitud.
[6] R. P.
Alberto I. Ezcurra. Tú reinarás.
Espiritualidad del laico, Kyrios,
San Rafael, 1994, pág. 168. La
negrita es nuestra.
[7]
“…no aprendemos las palabras que
conocemos, ni podemos confesar haber aprendido las que no conocemos sino hasta que percibimos su significado, lo
cual acontece no por oír las voces pronunciadas, sino por el conocimiento de las cosas que ellas significan”. De Magistro, Cap. XI, 36.
[8] Suma Teológica, I, q. 117, art. 1, ad 1.
[9] Suma Teológica, I, q. 117, art. 1,
ad 3. La negrita es nuestra.
[10] Sólo
la Verdad y el
Bien tienen derechos. Esto se demuestra entendiendo que lo que no existe
obviamente no puede tener derechos: atribuir derechos a la nada sería una injusticia. Ahora bien, si queremos
comprender este principio, debemos entender que “el error, como tal, es nada” y
que, por tanto, atribuirle derechos
sería tanto como atribuir un derecho a la nada. Veamos lo que son la Verdad y el error. Si la
verdad es la adecuación de la inteligencia con la cosa, el error tiene lugar
cuando la mente no está adecuada con la cosa. Por tanto, la verdad se halla en
la inteligencia en la medida en que ésta reproduce exactamente la realidad.
Cuando la inteligencia juzga que una cosa no es lo que es, o juzga que es lo
que no es, hay error. En estos casos, uno tiene en su espíritu tal idea de
una cosa, de modo que para uno es como si fuese real. Le atribuimos inadvertidamente
el derecho de estar en nuestro espíritu pensando que es así. Pero en realidad
no es así.
Es a todas luces absurdo poner por fundamento de mi
vida y mi obrar una realidad que no existe. Ahora, si alguien pone al error
como fundamento, otorgándole derechos, aún pensando que no es error, ¿Cuál será
el resultado de tal aberración? ¿Puede no ser un resultado malo? Sería levantar
un edificio sin fundamentos. Si pongo por base de mi vida una idea que no
corresponde lo objetivo y real, todo el edificio intelectual y social que
construya sobre este fundamento está destinado a derrumbarse. El único fundamento posible para una
vida y acción debe ser una realidad verdadera. Por esto, sólo la Verdad tiene, en el orden
individual y social, el derecho de existir. Y esto con independencia de si el
error es culpable o no.
[11]
Visto en http://hjg.com.ar/catena/c606.html
[12] II-II, q. 55, art. 8, corpus.
[13] Josef Pieper. Las virtudes fundamentales…, ídem, pág.
56.
[14]
Federico Mihura Seeber. La figura del
polemista cristiano en los libros “Contra Cresconio” de San Agustín,
Revista Sapientia, 1992, Vol. XLVII,
págs. 190-191.
[15] Josef Pieper. Defensa de la Filosofía ,
Barcelona, Editorial Herder, 1976, pág. 53.
[16]
Platón. El Banquete, Ed. Senén
Martín, Madrid, 1966, pág. 122.
[17] Réplica a
Juliano, L. III, c. 21, 42, citado por Federico Mihura Seeber en el
artículo precitado de la Revista Sapientia …,
ídem, págs. 176-177.
[18] II-II, q. 10, art.
7, corpus.
[19] Cfr.
Pío XII, Humani Generis, N°12.
[20]
Leopoldo Marechal, La patriótica, II
Didáctica de la patria, 15.
[21]
Suma contra Gentiles, Libro I, Cap. I.
[22]
Leopoldo Marechal, Didáctica..., ídem,
16.
[23]
Ernest Hello, citado por el Padre Alfredo Sáenz SJ, Siete virtudes olvidadas, Ed. Gladius, Buenos Aires, 2005, pág. 142.
Interesantísimo el artículo. Ya hace años que terminé mi carrera, pero sirve igual en otros ámbitos. Gracias!
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ResponderEliminarMe gusto el articulo, me senti identificada (espero que mucha mas gente lo esté). Escribe muy bien. Siga así
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