sábado, 14 de mayo de 2016

Testimonio católico en universidades, profesorados y terciarios

Testimonio católico
en universidades,
profesorados y terciarios

Consideraciones sobre la eventual intervención en clase, en atención a ciertos contenidos contrarios a la fe o a otras verdades expresados por el docente a cargo


Entonces dije: ‘No lo voy a mencionar, ni hablaré más en su Nombre’.
Pero había en mi corazón como un fuego abrasador,
encerrado dentro de mis huesos:
me esforzaba por contenerlo, pero no podía.
Jeremías 20, 9

Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido
y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad.
El que es de la verdad, escucha mi voz.
Jn. 18, 37


ÍNDICE

¿Para quiénes escribimos ésto?
¿Por qué y para qué escribimos ésto?
Qué es la universidad
La primacía de la Verdad en la actividad académica
Qué es el docente. Su finalidad. Cómo enseña. Ni conductismo ni Piaget.
Naturaleza del principio de autoridad: participación de la autoridad de Dios.
La corrección: acto de caridad con el mismo profesor.
El alumno puede disentir con el docente pero… ¿debe expresar ese disenso?
Naturaleza de las presentes consideraciones: Virtud de la Prudencia
Con humildad, dispuestos a defender la verdad
Se puede intervenir en clase. ¿Según qué criterios?
Consecuencias
Enumeración y análisis de casos
La unión hace la fuerza
Humor y Alegría
Valorar los avances, aunque sean pequeños
Algunas preguntas que pueden estar en nuestra cabeza…
Conclusión









¿Para quiénes escribimos esto?

      Si vos sos una persona a la que le hierve la sangre cuando escuchás errores, mentiras, cosas que se dicen mal, ambigüedades que podrían ser culposas, etcétera, estando presente en el aula, estas páginas son para vos.
      Si sos una persona que se da cuenta que en la clase se dicen cosas que, sin llegar a ser mentiras o errores, constituyen inexactitudes e imprecisiones (las llamadas verdades a medias); si te das cuenta de eso, si lo ves con claridad, y percibís que “algo debería hacerse” para evitar que los estudiantes sean llevados a la confusión, entonces estas páginas también son para vos.
Si no te hierve la sangre pero te indigna, te molesta, te incomoda, te sentís mal… estas páginas también son para vos.
Si vos no sos esa persona y 1) te da igual lo que diga el profesor; 2) considerás que es tiempo perdido discutir en el aula; 3) sentís una indiferencia casi completa por la expresión “intentar que la verdad prevalezca”; 4) considerás que tenés mejores cosas que hacer; entonces, en cualquiera de estos casos, estas páginas no son para vos. Lo cual es una enorme pena. Lo siguiente que tenés que saber es que tampoco la Universidad es para vos; dado que la Universidad es, por definición, el espacio privilegiado para la búsqueda y el descubrimiento de la Verdad. Y si a vos te da igual escuchar una verdad o un error, entonces, quizás, debas replantearte si continuar esta cursada es tu vocación. Dice Romano Guardini:

La expresión más horrible de la violencia es que se le destroce al hombre su conciencia de verdad, de modo que ya no esté en condiciones de decir: 'Esto es cierto... eso no'. Quienes lo hacen -en la práctica política, en la vida jurídica y donde sea- deberían darse bien cuenta de lo que hacen: quitar al hombre su condición de hombre.

       A su turno, el gran Donoso Cortés pudo escribir:

para aquellas sociedades que abandonan el culto austero de la verdad por la idolatría del ingenio, no hay esperanza ninguna. En pos de los sofismas vienen las revoluciones, y en pos de los sofistas los verdugos[1].

Si la verdad es el alimento del intelecto, entonces no nos puede dar lo mismo que se afirme la verdad y que se afirme el error o, al menos, que se siembre la confusión. Algo hay que hacer: ser alumnos no nos exime de nuestra obligación, como católicos, de dar testimonio de la verdad.
Santo Tomás de Aquino dejó expresado que:

El intelecto es entre las cosas humanas aquello que Dios más ama[2].

Cómo amará Dios la inteligencia del hombre, si el intelecto humano –capaz de la verdad y del logos– es reflejo y participación del Verbo Increado. Y dado que todo amor genera un odio por aquello que es contrario, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que Cristo –Logos Eterno, Verbo Increado del Padre– odia inconmensurablemente la mentira y el error, tal vez de un modo que mucho nos cueste imaginar. Por eso es que el amor a la Verdad y a nuestro prójimo es –debe ser– el motor de las siguientes reflexiones y consideraciones. La mayor caridad con los demás está en decirles la verdad.
De lo anterior se sigue que no basta el conocimiento de la verdad, hace falta amarla. Este amor se manifiesta a veces en raptos de ira, dado que en este mundo existen muchas cosas contrarias a la verdad. Por eso es que del amor a Dios que los católicos tenemos brota, casi espontáneamente, la cólera ante todo aquello que contraría a Nuestro Señor, quien se llamó a sí mismo “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn. 14,6). Ese odio al error –nunca al que yerra– es también efecto del amor a la verdad. Más aún: porque amamos a la persona que está fuera de la verdad es que tenemos la obligación, aplicando la Virtud de la Prudencia, de hacer algo para no permanezca en ese estado. Caridad, Prudencia y santa cólera se conjugan así armónicamente.
Este deseo que todos los fieles atesoramos en el corazón se apoya en que fuimos creados “para” la verdad. Tenemos un deseo innato, un hambre por ella. Otra cosa no nos deja tranquilos, al menos a largo plazo. Queremos conocer, queremos saber, queremos entender porque el que entiende es feliz.
La estudiosidad es la virtud que modera el natural apetito de conocer. Como bien nos recuerda el Estagirita, “Todos los hombres tienden por naturaleza a saber”: fuimos hechos por el Logos y somos logos. Somos logos participadamente, claro. Creados a imagen de Dios, que es toda Verdad, toda Luz, toda Inteligencia:

La inclinación natural a la verdad, que está en el origen de la vida contemplativa, de la filosofía y de las ciencias, no puede ser evidentemente una inclinación ciega, pues la oscuridad no puede engendrar luz. Dado que se halla en la fuente de la vida de la inteligencia y le suministra sus primeros principios será preciso llamarla, más bien, «sobreluminosa», como una luz superior del espíritu que nos hace participar de la luz divina. Es tan luminosa en sí, que nuestra razón no puede contemplarla directamente[3].

Y cuando el hombre explora aquí, es cuando más siente su incapacidad para probar y demostrar todo: “Es absolutamente imposible demostrarlo todo, porque sería preciso caminar hasta el infinito” (Aristóteles). Yendo tras la raíz, pensando los fundamentos de su propia actividad intelectual, el ser humano se encuentra ante una Luz que no necesita justificación y que hace posible que nosotros justifiquemos todo. Luz indemostrable, signo de la participación de Dios en el hombre. Así le canta el poeta:

Llenas el universo y no te llena;
contienes toda cosa
y a ti ninguna contenerte puede;
quiere la mente ansiosa
el arcano indagar, y rota cede.

    La inteligencia humilde cede ante esa inaccesible luz para extasiarse y maravillarse en Aquella Belleza, Aquél Bien de la cual el hombre participa:

¡Oh sumo en fortaleza!
¿Cómo es tu nombre ignoto,
si en todo cielo y toda tierra brilla?
Es profundo... profundo
y a su profundidad ninguno llega.
¡Lejos está... muy lejos...
y toda vista ante su luz es ciega![4].

El Padre Castellani, a su turno, agrega:

La tarea principal del hombre es salvarse, y el hombre se salva por la Verdad (…) San Agustín decía que el peor mal del hombre es el error. ¿No es el pecado el peor mal de la tierra para el cristiano? San Agustín decía esta cosa enorme, que es el error. Pero Cristo no dijo “Yo soy la moral”, -dijo: “Yo soy la Verdad. La Verdad os hará libres”.

¿Por qué y para qué escribimos ésto?

Lo primero que corresponde es SITUARTE. Este artículo va dirigido a quienes cursan carreras tanto en instituciones terciarias como en universidades; está dirigido a quienes advierten, con mayor o menor claridad, las imprecisiones, errores o incluso mentiras, etc., que se vierten en las clases desde la palabra del docente. Lo más normal es que seas un hombre joven pero no descartamos en absoluto que peines alguna que otra cana o que ya no tengas más nada que peinar. En cualquier caso, esperamos que te sea útil: ya sea para vivir tu carrera, ya sea para saber qué decir y cómo decirlo a los que la están viviendo.
En la Argentina, la realidad universitaria está muy lejos de ser homogénea. Más bien, es todo lo contrario. Es muy difícil generalizar y acertar: debe distinguirse entre universidad de gestión privada o estatal, universidad católica o no católica, entre tal o cual carrera. No son todas lo mismo y abundan las diferencias. Incluso una misma carrera en una misma universidad puede diferenciarse de su equivalente como el día de la noche. Sin embargo, en cualquier caso –si hemos de ser fieles a la esencia de la Universidad– el fin absoluto de ella es la Verdad. La posesión de la Verdad es la que justifica y legitima toda enseñanza, sobre todo a este nivel.
Si asistimos voluntariamente a las clases –y lo es, dado que estamos en la mayoría de edad–, lo hacemos para conocer la Verdad de tal o cual disciplina: ya sea que esta verdad implique un conocimiento puramente especulativo, sea que suponga el dominio de la técnica correcta –la habilidad correspondiente– sobre tal o cual tema u objeto, etc.
Es sabido que existen carreras más y menos ideologizadas: si hablamos de la UBA, por ejemplo, cualquiera advierte que la facultad Filosofía y Letras no es igual que Agronomía. Sin embargo, en la medida en que existe un “piso común” (CBC, por ejemplo); en la medida en que existen materias de formación de pensamiento en la totalidad de las carreras; en esa medida, está en juego mucho más que una técnica o una mera habilidad. Está en juego una determinada cosmovisión y, por consiguiente, está en juego la Verdad.
Por lo tanto, la pregunta es: en el caso de que seamos concientes de que la palabra docente se aleja de la verdad (de la manera que sea), ¿podemos nosotros, estudiantes, intervenir y defender la Verdad en la universidad?

Si podemos hacerlo, ¿debemos?

Y si en algunos casos debiéramos hacerlo, ¿cómo sería esta intervención?

A estas preguntas intentaremos darle respuesta. Para justificar el presente planteo, es importante reforzar y tener presente algunos conceptos previos[5].

Qué es la universidad

La Universidad es el espacio privilegiado de la contemplación de lo que las cosas son. Vamos a la Universidad para aprender las verdades sobre la carrera que hemos elegido: derecho, medicina, filosofía, ciencias de la educación, de la comunicación, psicología, ingeniería… Es el espacio por excelencia de la verdad. De ahí que todo lo que se oponga a la verdad –sabemos que existen cuatro maneras de oponerse: error, ignorancia, confusión y mentira– es más grave dentro de la universidad que fuera de ella.
Etimológicamente, viene de uni-versus. En la universidad tiene lugar lo universal, lo que es válido en una multiplicidad de casos y no en uno sólo. Su razón de ser es una verdad capaz de ser aplicada en multitud de casos.
Esto no quiere decir –por supuesto– que el error no tenga importancia fuera de los claustros. Por supuesto que lo tiene. Pero es evidente que nuestra responsabilidad –puesto que de eso estamos hablando: de nuestra responsabilidad– en la rectificación de un error guarda relación con la circunstancia en que nos hallemos: ¿estamos igualmente obligados a rectificar un error pronunciado en un bar que un error pronunciado en el claustro? ¿Es lo mismo la circulación de una mentira sobre la Medicina en una conversación mantenida en un colectivo, que esa misma mentira dicha y enseñada desde la cátedra? ¿Tiene la misma gravedad la confusión generada en un chat que la fomentada por los docentes? Son consideraciones que es importante hacer, a fin de determinar si nosotros como católicos tenemos o no responsabilidad de intervenir. Y, llegado el caso, en qué grado.

La primacía de la Verdad en la actividad académica

Si se entiende bien este punto, casi nos animamos a decir que todo lo demás estaría encaminado. La Verdad es uno de los nombres de Dios. Más aún: es el Nombre de Dios, que de sí mismo no dijo “Yo soy la moral” sino “Ego sum veritas”, como dice el Padre Castellani en San Agustín y Nosotros. No somos nosotros los que poseemos la Verdad sino que debe ser Ella la que nos posea. En el Eclesiastés podemos leer una frase realmente magnífica: “Lucha hasta la muerte por la verdad y el Señor Dios luchará por ti”. Por tanto, es el mismo Espíritu Santo quien inspirando al escritor sagrado sostiene que el hombre debe combatir por las cosas como son. Por eso, sostiene el Padre Alberto Ezcurra:

Santo Tomás llega a decir por ahí que si uno, por espíritu cristiano, muriera por defender una verdad matemática sería mártir; es decir, no por las matemáticas ciertamente, sino porque si a uno le quisieran hacer decir que dos más dos son cinco en vez de cuatro y uno se negara a eso como cristiano, estaría negando una mentira[6].

La defensa de la Verdad en la universidad debe ser para un católico un capítulo de su vida, porque el deber de defender la Verdad incluye –ciertamente– pero también excede al claustro. ¿O acaso en la época del Eclesiastés existían universidades? Es evidente que la relación del hombre con la verdad no es instrumental sino constitutiva: la verdad es el alimento de su intelecto, la vida de su entendimiento. Necesita de ella como del agua. A ningún confirmado le es lícito reservar el testimonio de la verdad a los ámbitos en que ella sería fácilmente aceptada. Habría ciertamente una prudencia carnal en callar sistemáticamente la verdad católica u otras verdades porque se especula que, en el caso de decirlas, el creyente sería resistido o, incluso, podría perder algún tipo de beneficio.

Qué es el docente. Su finalidad. Cómo enseña. Ni conductismo ni Piaget.

      ¿Qué hay del docente?
      Es importante conocer el deber ser del profesor. Sólo conociendo lo que el profesor debería ser, estamos en condiciones de entender y juzgar correctamente al profesor que tenemos delante. Si la imagen que tenemos del docente es paupérrima, una clase paupérrima no hará mella en nosotros: es lo que esperábamos. Pero si nuestro concepto del docente es elevado, estaremos en condiciones de apreciar si hay una correspondencia. Y así podremos discernir con mayor sutileza qué debemos hacer y cómo debemos comportarnos ante un docente que –en alguna medida– se aleja de su esencia y razón de ser.
      El docente es un conductor, tal como la palabra latina lo indica. El verbo “conducir” –ego duco, yo conduzco– nos permite ingresar fácilmente en el significado de esta nobilísima vocación. Sin ir más lejos, la misma palabra “educación” incluye el término latino. El docente es el conductor del alumno y debe conducirlo a los manantiales de la Verdad; una Verdad que debe primero contemplar él mismo para así estar en condiciones de transmitir a los demás. Sin embargo, en esta conducción, el hallazgo de la verdad es una acción propia del alumno y no del maestro. El docente pronuncia los signos de las cosas –las palabras– y es el alumno el que –comparando la palabra que escucha con la palabra que en su mente ya habita– puede apreciar si lo que el docente le dice es compatible con lo que él ya sabe. Y entonces, se aventura a nuevas conclusiones.
Lejos tanto de una visión conductista del conocimiento como también de una postura constructivista (Piaget), el modelo de educación católica no es otro que el de Acto–Potencia: la inteligencia del alumno, en potencia de conocer la verdad, llega al acto ejercitándose ella misma pero gracias a la actualidad que el maestro le participa. En su obra llamada De Magistro, San Agustín explica magníficamente esta realidad. Santo Tomás también retoma el asunto en la Suma Teológica. Siguiendo al Aquinate, diremos que las palabras no son causa suficiente o total de la enseñanza –esto es, de la captación del significado– sino que son causa coadyuvante. Son “condición” de la captación del significado, pero no condición suficiente aunque sí necesaria. Observando esto[7], San Agustín concluía que el aprendizaje era producido por un Maestro Interior que obraba en nosotros a partir de esos elementos preparatorios: las palabras. Aquinas nos dice al respecto:

el hombre que enseña ejerce únicamente un ministerio externo, lo mismo que el médico cuando sana. Pero así como la naturaleza interna es la causa principal de la curación, la luz interior del entendimiento es la causa principal de la ciencia. Ambas cosas proceden de Dios. Así como se dice de El: El que sana todas tus enfermedades (Sal 102,3), también se dice: El que enseña al hombre la ciencia (Sal 93,10), en cuanto que llevamos impresa en nosotros la luz de su rostro (Sal 4,7), por la que se nos manifiestan todas las cosas[8].

El aprendizaje no queda reducido a una “construcción” (Piaget) ni a un mero depósito extrínseco, como lo cree el conductismo. Es una realidad mucho más rica. Los grandes doctores aprecian con claridad que no es el maestro y ni siquiera sus vocablos, sus palabras, las que en cuanto tales enseñan; aquél que habla, que pronuncia un discurso lo que hace –y es todo lo que puede hacer, que no es poco– es disponer al entendimiento de quienes lo escuchan a comprender el significado de sus palabras. Es por eso que:

El maestro no produce en el discípulo la luz intelectual; no produce tampoco directamente las especies inteligibles, sino que por la enseñanza mueve al discípulo para que él, por su propio entendimiento, forme las concepciones inteligibles, cuyos signos le propone exteriormente[9].

Naturaleza del principio de autoridad: participación de la autoridad de Dios

      Evidentemente que, en clase, la autoridad es el docente.
A él y no a los alumnos le corresponde explicar los contenidos, preparar el temario, pensar los exámenes, responder preguntas, etc. El espíritu de este trabajo se encuentra muy lejos de esa engañosa horizontalidad que rige en muchas universidades públicas en donde se pretende que el alumno sea “el par” del docente. Si esta demagogia llegase a cubrirlo todo, no estaríamos ya ante un aula universitaria sino frente a un antro, cuyos efectos no pueden ser sino el desorden y la anarquía.
      Es necesario resaltar que todo docente merece respeto y que la defensa de la Verdad supone e incluye el respeto a la autoridad, porque toda autoridad –en cuanto tal– no es sino participación de la autoridad divina. Así lo dijo el mismo Cristo a Pilatos (Jn. 19, 11), con palabras inmortales:

Tú no tendrías sobre mí ninguna autoridad, si no la hubieras recibido de lo alto.

En el docente que está en el error o en la confusión –o incluso en la mentira–, lo que en él existe y es bueno –su autoridad–, existe “a pesar” de sus errores. Si fuese legítimo resistirle, se le resistiría en tanto se aleja de la verdad, es decir, en tanto induce a las inteligencias al error; sin embargo, es importante puntualizar que en tanto haga un uso legítimo de su autoridad no se le debe resistir.
Por poner un caso bien claro, podría plantearse la posibilidad de una resistencia legítima respecto de lo que el docente enseña. Pero no en relación a la fecha de tal o cual examen.
Sería un abuso, por lo mismo, resistir al profesor –ya en la Universidad, ya en el Nivel Secundario o Primario– por el hecho de que imparte disciplina.
Evidentemente, sería una hipocresía pretextar “una defensa de la Verdad” y una “resistencia al docente” para discutir 2 o 3 puntos en un parcial.
Estamos hablando de otra cosa. Y más aún: mientras más impecable sea nuestra actitud en relación a lo que en el docente hay de legítimo, con mayor autoridad moral podremos preguntarnos si –llegado el caso y luego de una atenta observación y un prudente análisis– podemos o debemos impugnar los errores o desaciertos vertidos en clase.


La corrección: acto de caridad con el mismo profesor

      Enseña el Catecismo que una de las obras de misericordia espirituales es “corregir al que se equivoca”. La corrección, por tanto, es un acto de amor: se lo corrige al otro para que sea mejor. Se corrige al otro porque no nos da lo mismo que obre mal y porque él no parece darse cuenta de su falla.
En el acto de la corrección se plantea, sin embargo, otro elemento esencial: el acto de corregir pertenece en primer lugar a la autoridad competente. Es decir, a las autoridades universitarias que están por encima del profesor. Estrictamente hablando, no pertenece al alumno la facultad de “corregir” al docente. El alumno no tiene el derecho para hacerlo en tanto alumno.
Antes de entrar en la cuestión de fondo, observemos algunos elementos concretos.
Esta cuestión no puede menos que encararse desde presunciones. Presunciones que alguien podrá poner en tela de juicio, naturalmente, pero que para poder sostener lo contrario deberá probar.
Primera presunción: el docente cree en lo que dice a sus alumnos.
Segunda presunción: la universidad conoce mínimamente la trayectoria y el pensamiento del docente.
Tercera presunción: el docente que ocupa ese cargo fue la mejor opción que las autoridades universitarias tenían.
Todos estos elementos implican que, a priori, las autoridades de la universidad (cualquiera sea) razonablemente no tienen una afición a rever sus decisiones ni sus nombramientos. Precisamente tienen personas trabajando para que sean ellos, y no las autoridades, las que dicten esos contenidos. Esto nos lleva a la conclusión de que, salvo que el docente cometa un acto innegablemente reñido con la ley o con la moral, es extremadamente difícil que la universidad lo desautorice: sería una forma de desautorizarse a sí misma.
Un punto esencial es que las clases de los docentes no suelen ser observadas por las autoridades de la facultad. Los conductores de las instituciones leen, en el mejor de los casos, un libro de temas que es una escuálida imagen de los contenidos de la cursada. Si se diese el caso de errores o imprecisiones pronunciadas desde la cátedra; y un alumno católico –con todo su candor– descansase en la presunción de que “No hace falta que yo lo corrija, aunque yo sepa que es un error, porque esto es un deber de la universidad”, tal alumno puede apostar que la reivindicación nunca llegará. Puede discutirse si es lo ideal o no. Pero lo cierto es que las autoridades de una universidad o no tienen el tiempo o no consideran necesario algún tipo de vigilancia sobre los contenidos. Si creen en la libertad de pensamiento, depositan en el docente plena autonomía de criterios. Si son relativistas, les bastará con que el profesor explique las cuestiones técnicas. En uno u otro caso, salvo excepción, todo indica que si la acción restauradora no se inicia en el alumno –que es el que escucha al docente– la misma no tendrá nunca lugar.
Ahora bien, dado que “la verdad tiene todos los derechos y el error no tiene ningún derecho”[10], respondamos a la pregunta inicial: ¿Puede un alumno que está en la verdad corregir a un docente que está en el error? A la luz de la auténtica doctrina católica, la respuesta es evidente: puede. Es lícito a un alumno corregir y/o reconvenir –respetuosamente, por supuesto– a un docente. Sin embargo, no desconocemos que esta distinción puede ser leída o interpretada como un “cheque en blanco” dado a los alumnos católicos para “extralimitarse” en sus derechos. Es por eso que caben más puntualizaciones.
Se entiende que la situación ideal no es la de un alumno que se ve obligado a corregir a un docente. Sin embargo, parece fuera de toda duda que un docente que en algún punto no sea idóneo puede –sólo de manera extraordinaria– ser reconvenido, resistido o corregido por un alumno idóneo. Y esto es así porque la idoneidad no surge del título habilitante ni tampoco del ejercicio efectivo del cargo.
Es importante diferenciar, por supuesto, entre corregir y resistir. La corrección supone que el alumno se declara explícitamente poseedor de un conocimiento. “Profesor, éso que Ud. dice no es así. Yo sé cómo es. Es de esta manera”. La resistencia al error, sin embargo, podría ser un paso intermedio y –de acuerdo el caso– necesario. Se puede resistir un error haciendo preguntas en clase, formulando respetuosamente objeciones, presentando preguntas retóricas que amablemente sean indicativas de los puntos frágiles, etc. Lo veremos más adelante, cuando entremos en detalle.
Practicar una vida académica de esta manera no puede ser denominado una “corrección” al docente sino simplemente un manifestar, explícita o indirectamente, las diferencias que se tienen con él. Y ésto es un derecho del alumno: el alumno puede expresar pública y respetuosamente las diferencias que tiene con el docente. Es importante ver que la corrección a la autoridad, incluso siendo un acto de caridad, puede estar precedida por una resistencia a ciertas expresiones.

El alumno puede disentir con el docente pero… ¿debe expresar ese disenso?

Entrando en una cuestión más fina, quedó asentado en el punto anterior que el alumno puede disentir con el docente e incluso corregirlo. Ahora bien, la pregunta que surge es la siguiente. Siendo que “puede” disentir, ¿debe hacerlo?
Que pueda disentir es un hecho. Ante la palabra del profesor, el alumno la juzga y rápidamente evalúa: “Estoy de acuerdo”, “No estoy de acuerdo”, “Suspendo el juicio”.
Ahora bien, ¿puede el alumno manifestar su desacuerdo? ¿De qué manera?

Naturaleza de las presentes consideraciones: Virtud de la Prudencia

      Ninguna de estas consideraciones se puede hacer sin tener en cuenta una de las más grandes virtudes, sin la cual las demás no son tales. Y esta virtud es la Prudencia. La Prudencia nos indicará si, pudiendo manifestar la verdad al docente, estamos –en tal lugar y en tal clase– MORALMENTE OBLIGADOS a hacerlo. La consecuencia en principio es sencilla: en algunos casos estaremos obligados y en otros casos no. Por lo tanto, se extraen dos conclusiones:

·         Es falso sostener que en todo momento y en todo lugar un alumno, advirtiendo que el profesor enseña/difunde/propaga/sostiene algún error –o induce a los mismos, sea por ambigüedad, por limitaciones propias, etc.– se deba siempre resistirlo, corregirlo, discutirle, etc. Luego veremos de qué tipo de resistencia estamos hablando.

Subrayamos: en todo momento, en todo lugar.

·         Es igualmente falso sostener que ningún alumno, en ningún momento y en ningún lugar, tenga el deber de resistir los errores y/o imprecisiones del docente.

Subrayamos: en ningún momento, en ningún lugar.

Quizá parezca que no hemos avanzado mucho. En realidad, hemos avanzado bastante. El motivo es difícil de decir pero creemos que expresarlo es muy necesario. Suele haber mucha tibieza, mucha especulación, mucho cálculo humano y poca entrega. Nos quejamos de la falta de fe y de esperanza pero a veces, entre los próximos, hay gente que -nos demos cuenta o no- la promueve. No faltan consejeros de jóvenes e incluso sacerdotes que, habiéndolos formado muy bien en los años del Secundario, sumergen luego a sus chicos en una inexplicable contradicción. ¿Cuál sería esa contradicción? La que brota de consejos como éste: “En la Facultad o en Universidad vas a escuchar muchas cosas con las que no vas a estar de acuerdo. Lo que vos tenés que hacer es decir a todo que SÍ, callarte la boca, ponerle al profesor lo que quiere escuchar, recibirte de lo tuyo y luego predicar la verdad, título en mano”.
Es el típico consejo del No te metás. Este consejo, más allá de las intenciones con las que se dice o puede decir, es gravemente inmoral. Pulula mucho más de lo que creemos. Un atento análisis no puede hacer otra cosa que descalificarlo con durísimos rótulos. En la Catena Aurea, Santo Tomás de Aquino cita a Beda, el cual –comentando un pasaje de San Lucas– escribió:

Quien menosprecia los derechos de la caridad y de la verdad, menosprecia al mismo Cristo (que es la verdad y la caridad misma)[11].

La Virtud de la Prudencia no se practica mediante cálculos mezquinos sobre cómo no quedar ni demasiado extremo en un lado ni en otro. Prudencia no es equilibrismo. Al contrario, este hábito resplandece en tanto tenga lugar como la recta razón en el obrar: dice esencialmente una vinculación con la inteligencia y –por ella y en ella– a la verdad, la cual es convertible con la justicia, pues decir la verdad es una cuestión de justicia. De ahí que Santo Tomás apunte un criterio diferenciador entre esta virtud y su parodia:

la prudencia de la carne y la astucia, juntamente con el engaño y el fraude, tienen alguna semejanza con la prudencia por el empleo que, a su modo, hacen de la razón. Ahora bien, el uso de la razón recta, dentro de las virtudes morales, destaca sobre todo en la justicia, que radica en la voluntad. Por lo mismo, el uso indebido de la razón destaca también en los vicios opuestos a la justicia. El más opuesto a ella es la avaricia…[12]

Para evitar la falsa prudencia, es importante entonces tener en cuenta que, como sostiene Josef Pieper, “Jamás podría darse la virtud de la prudencia sin una constante preparación para la autorrenuncia, sin la libertad y la calma serena de la humildad y la objetividad verdaderas”[13].
Si llegado el caso, luego de un atento examen, la conclusión que brotase del mismo fuese la decisión de no intervenir en clase, ciertamente el alma del católico quedaría en paz con su conciencia. Ahora bien, un signo de que está ejerciendo una auténtica prudencia sería el lamento interno y el dolor por el hecho de que la verdad esté siendo atacada o, al menos, mal ilustrada.
Esto es muy importante, porque un indicio de nuestra rectitud de espíritu pasa por aquí: ¿Nos duele ver a la verdad negada o desdibujada? ¿Anhelamos su restauración? Si llegamos a la conclusión de que es prudente callar, ¿arribamos a esta decisión dolorosamente? ¿O acaso respiramos aliviados por el hecho de haber “encontrado motivos” para no intervenir, ya que así evitamos el disgusto de confrontar con el profesor? ¿Tenemos predisposición al sacrificio? ¿Vivimos con desprendimiento no sólo de las cosas materiales sino de la fama? ¿O nos importa demasiado el “qué dirán” de nuestros compañeros? ¿Nos sentimos a gusto en un terreno donde “descubrimos” que arriesgarse no es necesario? ¿Tenemos vocación de confesores de la verdad? ¿Ayudamos a quienes la están confesando o procuramos distanciarnos o incluso diferenciarnos de ellos? Que encontremos comodidad en nuestra ignorancia –ya que, evidentemente, a mayor conocimiento, mayor responsabilidad– es un mal signo. Que sistemáticamente brillemos por la ausencia en la defensa de la verdad también es un mal signo. Si, por el contrario, nos duele haber llegado a la conclusión de que no es prudente intervenir; si aceptando no intervenir ahora, nos preparamos para hacerlo en otro momento, entonces ésto es un signo de que nuestro espíritu es recto. Sólo así la prudencia será virtud y no una cobarde racionalización.

Con humildad, dispuestos a defender la verdad

Para evitar el celo amargo y el espíritu contencioso, es importante que estemos atravesados por una gran virtud: la humildad. Dice el Abba Antonio: “Vi todas las redes del enemigo desplegadas sobre la tierra y pregunté gimiendo: «¿Quién puede pasar a través de estas trampas?». Entonces escuché una voz responderme: «La humildad»”.
La humildad fortalece en el hombre la conciencia de que la verdad por la cual juzgamos las cosas buenas o malas, bellas o feas, no proviene de nosotros; lo mismo se diga de la fuerza constrictiva de la verdad. Este vigor que se hace patente en la polémica –a fin de persuadir y defender la vera doctrina– no significa en ningún caso y de ninguna manera que el hombre como tal sea invencible. Es la Verdad de Dios la que no puede ser vencida. Federico Mihura Seeber amplía en un excelente artículo esta enseñanza:

«doblegar» al adversario en la polémica, y vencerlo, no significa someterlo a un poder extraño, sino hacer que él mismo: «se vea forzado a aprobar otras cosa que (antes) había negado…». Pero reténgase sin embargo, de esta cita, la fuerza de la expresión: que el adversario se vea forzado. Y «forzar» es, ciertamente, «vencer o doblegar una fuerza contraria». Sólo que, en el caso de la victoria argumental, este «forzamiento» no es sino el reconocimiento inevitable de la necesidad racional; y esto último es el testimonio de la dignidad suprema de la Verdad [14].

Esta necesidad racional es tan verdadera, que se manifiesta incluso en las concepciones erróneas, de forma tal que ellas conforman verdaderos sistemas de negaciones. Paradójicamente, aquellos que rechazan este discipulado en lo que las cosas son, se convierten en maestros del error, porque no supieron ser discípulos de la verdad (San León Magno).
Para aprender la verdad, debe estarse más dispuesto a escuchar que a otra cosa. Esto era practicado formalmente por la escuela platónica: durante los dos primeros años los alumnos asistían a las clases de Filosofía sin autorización para emitir palabra. Es que la iniciativa no está en nuestra razón que, primero, critica; la iniciativa se halla en la realidad que nos deslumbra, actualizando al entendimiento y moviéndolo a la admiración.
¿Qué implica entonces ese escuchar a las cosas? Pieper lo explica claramente:

percibir quiere decir callar. «Aunque se ha expresado ya muchas veces, no perjudicará volver a decirlo un vez más» (Platón, Gorgias 508d): sólo lo que es en sí invisible, es transparente, y solo el que calla oye. Y, además, cuanto más radicalmente se dirige al todo la voluntad de oír, tanto más profundo y perfecto debe ser el silencio.

Escuchar las cosas es equivalente al acto de filosofar. ¿Y qué es entonces filosofar? Dice el filósofo alemán que filosofar es “oír en forma tan absoluta y total, que este silencio que oye no se vea perturbado ni interrumpido por nada, ni siquiera por una pregunta”[15].
Tenemos un ejemplo de lo dicho en el diálogo platónico “El Banquete”; como siempre, Sócrates interpela a su interlocutor hasta hacerlo admitir sus inexactitudes y contradicciones. Agatón, de él se trata, es llevado a la aporía pero tiene la humildad suficiente para –en el medio del calor propio de toda discusión– admitir la superioridad de su maestro:

–Reconozco, Sócrates –confesó Agatón–, que no soy capaz de sostener una controversia contigo. No insistamos, pues, y sean las cosas como tú dices.
–¡No, amiguito, no! –exclamó Sócrates– Es contra la verdad contra quien no eres capaz de controvertir, pues contra Sócrates no es difícil, créeme[16].

El Filósofo se hallaba perfectamente conciente de que la fuerza y el vigor argumentativo con el que conmovía y persuadía a sus interlocutores no provenía de habilidad o mérito suyo, sino de la luz de la Verdad. Con palabras bautizadas, el obispo de Hipona pudo decir lo mismo con ocasión de su réplica a Juliano: “Medita ahora, te ruego: déjate provechosamente vencer por la Verdad”[17].

Se puede intervenir en clase. ¿Según qué criterios?

Como la palabra imprudente arrastra al error,
el silencio indiscreto deja en el error
a aquellos que podían haber sido instruidos[18].
San Gregorio.

           Sin pretender agotar las consideraciones, veamos algunos de los criterios que conviene tener en cuenta.

–El auditorio. ¿Se debe considerar el efecto ante el auditorio? ¿Qué elementos?

Es importante tener en cuenta que cuando uno habla, habla para el profesor –ciertamente– pero también para los compañeros. Porque si no fuera por ellos –mis compañeros, de quienes supongo que no conocen la verdad y que pueden ser confundidos por el docente o, al menos, confundidos como consecuencia de las limitaciones del profesor– mi intervención tendría menos valor. Por lo tanto, si se interviene en clase es importante hacerlo bien. ¿Qué significa “hacerlo bien”?
           Entre otras cosas, significa:

  • Estar seguro de que se ha entendido bien al docente;
Aquí se trata no sólo de lo que se dice sino de lo que hay detrás. No sólo de lo que se oye exteriormente sino del significado invisible. Hemos presenciado, muchas veces, ideas verdaderas, intenciones honestas bajo un ropaje lingüístico deficiente. En estos casos, si atendemos al aparato lingüístico encontramos –ciertamente– objeciones. Pero si atendemos a las ideas, encontramos coincidencias.
Lo ideal es, por tanto, establecer como punto en común las coincidencias conceptuales. Y luego ir confluyendo en un mismo lenguaje. Esto tiene una importancia enorme: si el otro habla nuestro lenguaje, estamos avanzando. Si hablamos el lenguaje del otro, estamos retrocediendo. Para asegurarse de que se ha entendido bien al docente es útil formularle una pregunta.

  • Estar seguro de que el docente ha dicho, efectivamente, un error o que induce a algo que sin dudas es un error;
Puede ocurrir que mi formación aún no sea lo suficientemente sólida y que, por tanto, haya muchas cosas que desconozca. Puede ser que el profesor presente una verdad en forma paradojal y, por tanto, que genere la sensación de que estoy delante de algo falso.
Lo mejor, como siempre, es no adelantarse. Si no se está seguro del significado de lo que se enseña, una alternativa puede ser re-preguntar al docente para inducirlo a que defina exactamente lo que quiere decir. Y, una vez definido, tomar la decisión de ver cómo seguir en clase. Si mi formación es demasiado básica, conviene extremar la prudencia.

  • Estar seguro de lo que se va a decir;
Uno no debe improvisar. Ayuda, por tanto, que uno escriba lo que quiere decir. No se puede levantar la mano o pedir la palabra sin un propósito claro de lo que quiere sostener.

  • Intervenir respetuosa pero firmemente;
Se aplica en esta ocasión el famoso dicho: Lo cortés no quita lo valiente. Puede haber respeto y, no obstante, asentar con claridad una objeción, una pregunta retórica, una reserva, un comentario que pretenda equilibrar la balanza, un aporte, etc. Lo importante es encontrar el modo adecuado.

  • Plantear una pregunta;
Muchas veces, el sólo planteo de un interrogante suele considerarse un modo sutil y cortés de manifestar –veladamente– una diferencia. Formular la interrogación tiene la virtud de no poner al descubierto el error o la fragilidad del argumento ajeno. Asimismo, la pregunta no despierta –como sí lo hace la objeción lisa y llana– los mecanismos naturales de alarma y autodefensa. Preguntar al docente es propio del alumno. Todo se vuelve más llevadero si se hace preguntas, aún tratándose de aquellas que por vía indirecta sepamos que no coinciden con la mente del docente o que, quizás, enfatizan verdades que el docente no ha negado pero que no ha declarado frontalmente.
Si se manifiesta que la vía de las preguntas no hace mella en el docente, puede pasarse –agotada esta instancia– a un grado de resistencia más directo. Es importante no confundir cortesía y sutileza con diplomacia, como también no sería justo identificar diplomacia con hipocresía.

  • Formular una objeción con lógica y rigor;
Lo que uno vaya a decir tiene que tener consistencia. Nunca puede ser algo poco elaborado. Hay que tener conciencia de que en ese momento, si la verdad está siendo atacada o al menos ocultada en lo esencial, somos los defensores de ella. No nos podemos dar el lujo de hacerlo mal. Para eso es preciso formarse constantemente. Quienes aleguen no defender la verdad porque no tienen formación, deben movilizarse para conseguirla. No vale decir “No sé” pero después nunca prepararse.

  • Escuchar con atención la respuesta que el docente nos da;
Es posible que seamos nosotros los que estemos equivocados. Es posible asimismo que el docente, en la misma respuesta, aclare lo que antes había quedado impreciso. Y que, luego de esa aclaración, no tengamos nosotros razones para cuestionarlo o siquiera importunarlo. Si hemos intervenido de buen grado, con amabilidad, no será difícil aquietar nuestro espíritu en el caso de que –aclarado el punto– lo que al principio creímos que era un error, se manifieste luego como verdadero. Si hemos intervenido abrupta o intempestivamente, si le declaramos la guerra, en cambio, la “marcha atrás” nos va a costar mucho más. Y dejaremos en ridículo el argumento que pretendíamos sostener.
Un buen docente agradecerá intervenciones de este tipo, que le dan la oportunidad de ser más específico y enseñar mejor.
Quizá alguien pueda poner como reparo que no está en condiciones de hacer ésto. Podemos responderle que, tal vez, no cuente con la totalidad de estos requisitos (prudenciales, insistimos; requisitos que, quede claro, este trabajo de ninguna manera pretende agotar). Quizás no cuente con todos los requisitos. Pero que seguramente cuente con algunos. Será cuestión, por lo tanto, de ejercitarse en este arte de la comunicación.

Consecuencias de lo anterior

           Si hay requisitos para defender la Verdad, entonces es falso que la Verdad pueda ser defendida “de cualquiera manera”. Aunque es cierto que nadie propone, teóricamente, defender la Verdad “así como así”, es más bien en el terreno de la práctica en donde podemos fallar por descuido, improvisación, impaciencia, falta de experiencia, etc. Fallamos porque somos seres humanos, no porque seamos seres perversos que queremos alejar al interlocutor del manantial de la realidad. Sin embargo, el punto es que –poseyendo el ardor por la Verdad– podemos cometer errores; si así fuese, lo que hay que corregir son esos errores (y no mitigar ese ardor).
           Simple. Sin autoculparse excesivamente pero tampoco sin estancarse en formas o vicios adquiridos. Todos tenemos mucho por aprender. Quizá muchos de estos vicios tengan relación con la falta de la Virtud Cardinal de la Fortaleza.

Algunas actitudes que deben evitarse en la defensa de la Verdad:

–Falta de medida en la reacción: si el profesor está hablando en un tono normal y uno pega un grito y reacciona, ha roto la “proporción”.

–Falta de gradualidad en la reacción: si ante el primer error del profesor, un católico responde: “si Ud. mantiene su posición, me voy del aula”, probablemente es mucho para una primera aproximación.

–Sorna e ironía: si el comentario u observación destila un tono burlón, probablemente el profesor tenga menor disposición a escuchar lo que realmente quiero decir. Esta reacción es instintiva y humana.

–Falta de seguridad: como se ha dicho antes, si uno no está seguro de que el docente está afirmando algo contrario o distinto o al menos lesivo de la Verdad, debe asegurarse antes de practicar cualquier tipo de resistencia y/o corrección (desde la mera interrogación hasta el liso y llano cuestionamiento). De lo contrario, uno puede con la mejor de las intenciones generar un mal cuando lo que quería era, precisamente, hacer un bien.

–Falta de respeto al profesor: si la respuesta no se limita al tema en cuestión sino que aprovecha e incluye alguna palabrita como “me parece una idiotez esa posición…” o “el que diga tal cosa es un loco…” no se puede esperar una respuesta tranquila.
No conviene a la defensa de la Verdad tales adjetivaciones innecesarias. Los profesores son muy celosos de sus clases: rápidamente, la defensa de una cuestión objetiva y fundamental puede convertirse en la disputa de dos egos que buscan reducirse el uno al otro. Y esto también conspira contra la naturaleza de la enseñanza.

–Cuidado con el espíritu contencioso: espíritu contencioso es el espíritu de pelea. La afición a pelear por pelear, discutir por discutir.

–Evitar toda torpeza. La defensa de la Verdad debe ser inteligente.

Enumeración y análisis de casos distintos

           Para que veamos la diferencia que puede haber entre una Universidad y otra, entre unos claustros y otros, deseamos enumerar una serie de casos que –a nuestro humilde juicio– admiten distintos tratamientos. No pretendemos agotarlos y rogamos al lector interesado que se comunique para ofrecernos los que no estén contemplados en este trabajo.
           Veamos:

---Cuando el profesor se equivoca ocasionalmente; si se trata de un buen profesor que de manera eventual afirme un error o cometa una imprecisión, puede caber el recurso de esperar que termine la clase, acercarse en privado y señalárselo amablemente, sea por vía directa o indirecta. Esta posibilidad está también condicionada por el espíritu de recepción y de escucha que se advierta en él.

---Cuando el profesor se deja abordar en privado y se manifiesta comprensivo ante las correcciones; es el caso anterior. Si advertimos que tiene la sensibilidad para ello, quizá se avance mucho más en privado que en público. Y si el profesor, en la siguiente clase, rectifica uno de sus errores, entonces hemos ganado un docente.

---Cuando el profesor se equivoca sobre temas que el alumno no conoce en profundidad; evidentemente, no hay aquí una responsabilidad del alumno de intervenir. Mucho menos, de objetar. ¿Cómo objetará lo que no conoce? Si lo hiciese, quizá dejaría malparada la misma causa que pretende defender.

Sin embargo, sí queda como obligación del alumno: 1) anotar los temas que no sabe; 2) buscar una respuesta más tarde, para no quedar “pagando” la próxima vez. Asimismo, puede formular una pregunta para precipitar la aclaración del profesor.

---¿Intervención como discusión o como pregunta?; es un recurso muy importante, ya comentado. Se puede formular una pregunta que obligue al docente a precisar lo dicho; se puede formular una pregunta que ponga en evidencia alguna premisa implícita que el docente dio por sentado pero que, ahora, no tiene más remedio que demostrar o, al menos, exhibir.
Es un recurso preferible a la discusión y a la corrección, puesto que la manifestación explícita de la diferencia es una situación que –por lo general– no es deseada ni deseable por el docente. Las alertas se encienden. El ambiente se tensa. Es algo natural. Varias preguntas sugerentes pueden, no obstante, desembocar en la objeción lisa y llana (si ya no hay otro remedio). Pero como herramienta intermedia es indispensable. Hace a la estrategia y a la cortesía: la pregunta inteligente es tomada como un obsequio de la sutileza del alma.
Esto no significa desechar el recurso a la oposición lisa y llana. Sólo tener en cuenta, como medida gradual, esta perlita del estilo indirecto.

---Cuando el profesor admite de buen grado una discusión en clase; no es algo común pero puede pasar. Si se sabe ésto con anterioridad, entonces se debe ir bien preparado. En tal caso, es indispensable evitar por todos los medios cualquier referencia irónica o adjetiva de la posición del docente: es un debate intelectual y lo único que debe interesarnos es la Verdad.

           Luego tenemos diferentes casos. Como no pretendemos agotar el tema, nos limitamos a describirlos. Aquí están:

---Cuando el profesor no admite de buen grado una discusión en clase;
---Cuando el profesor no sólo no admite de buen grado la discusión sino que intenta imponer el error a fuerza de descalificaciones;
---Cuando el profesor se equivoca en cuestiones menores;
---Cuando el profesor se equivoca en cuestiones importantes;
---Cuando el profesor se equivoca en cuestiones importantes pero acierta en otras cuestiones que también lo son;
---Cuando el profesor se equivoca regularmente;
--Cuando el profesor, abordado en privado, se mantiene en sus dichos pero admite que aunque él no los comparte, existen otros enfoques; en tales casos, se le podría sugerir a este docente que al menos mencione, frente al aula, los enfoques distintos al suyo. Más aún: que en la bibliografía de la materia incluya algún texto representativo del mismo. Todo eso sería una victoria.
---Cuando el profesor se manifiesta como enemigo declarado de la Verdad.

La unión hace la fuerza

    Si en el aula hubiese varios amigos o compañeros que piensan católicamente, es INDISPENSABLE que se unan en la defensa de la Verdad cuando la misma esté siendo negada, ocultada o distorsionada. Es propio de la cobardía y la mediocridad abandonar al amigo o al compañero en esta empresa.
Puede ocurrir el caso, no obstante, de que no se comparta “el modo” en que otros defienden la Verdad y que, por este motivo, la persona no desee verse involucrada en formas o tonos que no ha elegido.
¿Cómo saber si esto es una excusa o una realidad? ¿Hay algún modo? Si ésto es sólo una excusa se tornará manifiesto de una manera muy simple: ellos no la defenderán, ni de tal manera ni de otra. Es un desorden grave y conduce a la tibieza el sistemático silencio en la defensa de la Verdad por el temor mundano a quedar pegado a los modos de un compañero.

Humor y Alegría

          La defensa de la Verdad no puede ser hecha desde la tristeza.
No conseguir rápidamente resultados no es algo que pueda desanimarnos. Todo lo contrario. Debemos estar alegres y siempre defenderla, incluso con humor. Recemos por nuestro profesor.

Valorar los avances, aunque sean pequeños

           Es muy probable que –sobre todo al principio– no podamos torcer o enderezar una clase o un determinado curso de enseñanza. Sin embargo, cualquier avance o adelanto –por pequeño que fuese– debe ser valorado. Si conseguimos que un docente que sólo presentaba una postura incluya, honesta y responsablemente, la presentación de la otra… algo se ha avanzado. Si se ha defendido la verdad, aunque no convencido al docente… algo se ha avanzado; puesto que, como dice Pieper, “cada vez que afirmamos una verdad, el Reino de la Mentira retrocede”.
Hay que evitar la impaciencia y la debilidad, según la cual ningún resultado nos conforma.



Algunas preguntas que pueden estar en nuestra cabeza…

–¿La discusión con el profesor violenta el principio de autoridad?

Si la discusión se mantiene dentro de los cauces razonables, no, no la violenta. Porque, ante todo, cabe subrayar que la reacción y la defensa de la Verdad que aquí se propone es por amor a la vocación del docente, por amor a la misma persona que está en el error. Es decir: es para recordarle a él que debe ser transmisor de la Verdad y no de otra cosa. Dicho de otro modo: no sólo es verdad que entrar en controversia con el docente NO violenta su autoridad. También es verdad que aquellos a quienes no les importa si el docente dice la verdad o no, aquéllos son los primeros que mancillan la autoridad del profesor. Y la mancillan desde su fría indiferencia.

–¿Podemos lícitamente no defender la verdad “en materia histórica”, la cual al fin y al cabo no es tan importante como la verdad “en materia religiosa”? Creo que en el primer caso no hay que reaccionar.

Grave error, dado que tanto la verdad histórica como la verdad religiosa participan de la Verdad. Lo que define que yo reaccione por una o por otra está ligado a otras consideraciones –las que hemos visto en este artículo– y no al hecho de que se trate de una verdad histórica o una verdad religiosa.

           Por lo demás, si no hemos ejercitado el ánimo y el temple a la hora de defender la verdad histórica, ¿estaremos en condiciones psicológicas y morales de defender la verdad religiosa? Difícil.

–“Toda discusión es mala y nunca se llega a nada, nadie nunca cambia de opinión”.

Posición pesimista. Recuerda la fábula de Esopo del zorro y las uvas. El zorro se acerca a la vid, se estira, intenta pero no llega. Y entonces, despechado, dice “Esas uvas estaban verdes”. Cuando no queremos hacer algo, siempre encontramos excusas para decir que no tiene sentido hacerlo.
No es extraño que esos alumnos que nunca quieren discutir porque “es inútil” sean los primeros en discutir la nota del parcial o del final.

–“Mientras el profesor no diga abiertamente ninguna barbaridad, no hay por qué reaccionar”.

Justamente, los errores más sutiles son los que más penetran en las mentes.
Pío XII hablaba por ejemplo de afirmaciones heréticas y afirmaciones “heretizantes”. Estas últimas no eran en sí mismas “herejías” pero inducían o eran próximas a la herejía[19]. Del mismo modo, existen afirmaciones equivocadas pero también existen afirmaciones que inducen a la equivocación. Con las reservas del caso, ¿por qué no resistirlas?

–Son cosas pequeñas. No tienen sentido. Son discusiones sin sentido.

Leopoldo Marechal a su discípulo:
     
“Por la mañana, cuando te levantes, piensa, Josef, en ese nuevo día;
y no te olvides que al salir al sol entrarás en un campo de batalla.
Que no te engañe el paso normal de los tranvías ni la canción melosa del frutero
ni el pacífico rostro de tu jefe ni la sonrisa blanca de tu subordinado.
Ángeles y demonios pelean en los hombres:
el bien y el mal se cruzan invisibles aceros.
Y has de andar con el ojo del alma bien alerta,
si pretendes estar en el costado limpio de la batalla.
Josef, nada es trivial en esa guerra:
basta el peso ladrón de una bolsa de azúcar
para que llore un ángel y se ría un demonio”[20].

–“Si discuto con el profesor, puedo recibir represalias y castigos por eso”.

¿Y? Si no discutís, debiendo hacerlo, estando moralmente obligado a hacerlo, no serás otra cosa que un cobarde. Si querés que lo digamos “fino”, serás un enano intelectual. Más bien deberías preguntarte: ¿Y qué castigo del cielo puedo recibir si no soy capaz de reconocer la Verdad, acá en la tierra? Si sólo reconozco la Verdad en los ambientes en que no debo temer nada; si sólo expreso mi pensamiento en circunstancias cómodas y favorables, ¿qué hay, qué tengo de extraordinario? ¿Merezco entrar al Reino de los Cielos si no he combatido? ¿Podré mostrar cicatrices ante Dios Nuestro Señor? ¿O la única cicatriz que exhibiré será la del apéndice?

–“Si discuto con el profesor, mis compañeros me van a empezar a mirar mal”.

¿Cómo lo sabés? Por lo demás, tenemos experiencia directa y conocemos casos de compañeros que tiempo más tarde han agradecido a sus compañeros el haber intervenido en clase, haciendo precisiones o resistiendo las afirmaciones del profesor. ¿Qué harías si el día de mañana alguien piensa mal de vos por hacer bien tu trabajo? ¿Dejarías de hacerlo bien? Y si tus compañeros de trabajo pensasen que por ser fiel a tu esposa “sos aburrido”, ¿qué harías?

–“Todo el que discute con el profesor violenta el principio de autoridad y, haciéndolo, se coloca a sí mismo como autoridad”.

Lo hemos visto anteriormente. Argumento falaz que sólo alimenta nuestros escrúpulos. ¡Quizá es mejor que el profesor diga errores abiertamente! ¡Quizás es mejor que el profesor sostenga cualquier barbaridad mientras nosotros –siendo muy buenos cristianos– nos refugiamos en nuestro pupitre, a gusto con nosotros mismos, convenciéndonos y queriendo creer que estamos solamente “respetando su autoridad”!
No. Dios no pide eso.

–“Los alumnos deben primero estudiar, saber, informarse y luego discutir si lo desean con los profesores”.

Seguro. Pero no se puede dilatar al infinito tal procedimiento, porque sería la manera más hipócrita de dilatar la defensa de la Verdad.
Por lo demás, para resistir muchos errores no es necesario tampoco haber cursado 10 años y estar recibido de Especialista en Energía Atómica… Cualquiera sabe que multitud de errores que circulan comúnmente pueden ser resueltos con un esfuerzo menor, siempre y cuando haya voluntad de aprender.

–“Hay que intervenir siempre de buenas maneras, no discutir, no pelear, sino proponer. Hay que hablar en positivo, hablar de lo que nos une y no de lo que separa”.

Es verdad que la propuesta positiva, amable, es uno de los escalones primarios en la defensa de la Verdad. La necesaria gradualidad se impone como una norma de la prudencia. Pero no se puede desconocer que a veces no es suficiente. Y si no es suficiente, si se han agotado instancias intermedias, entonces es lícito recurrir a la discusión. El punto es que esté realmente agotada la instancia intermedia. No es aconsejable una posición ghandiana.

–“Si discuto con el profesor, tardaré en completar mi carrera; tardaré en recibirme y no podré hacer todo el bien que pretendo”.

Un planteo imaginario. Quizás Cristo pudo haber dicho que si era crucificado, sufriría mucho.
El punto es otro. El punto es “si debo” o si “no debo” intervenir en clase. Ahora bien: si no quiero intervenir en clase, encontraré razones para decir que “no debo hacerlo”.

–“¿Persecución del docente? El profesor se encarnizará conmigo y no me dejará en paz”.

Hay que tener cuidado con la primacía del miedo y no de la realidad. Hay una frase que dice: “Muchas cosas no nos atrevemos a realizar no porque sean difíciles, sino que son difíciles porque no nos atrevemos a realizarlas”. Atrevámonos a hacerlo. Y luego todo será más fácil.
Nuestros propios miedos nos hacen pensar en un docente omnipotente, con pezuñas en vez de manos. No es así. No pueden hacer lo que quieren. Pero aún si fuera el caso, deberíamos estar listo para resistirlo cristianamente y ofrecer este sacrificio por el honor de la Verdad.

Conclusión

Santa Teresa escribió: “Todos los que militáis debajo desta bandera, ya no durmáis, ya no durmáis, pues que no hay paz en la tierra”. Santo Tomás como uno de los oficios del sabio, al comienzo de la Suma contra Gentiles: “así como propio del sabio es contemplar, principalmente, la verdad del primer principio, y juzgar de las otras verdades, así también lo es luchar contra el error”[21]. No somos sabios, es cierto, pero podemos saber algunas cosas. Y puede haber casos en que respecto de ellas estemos cristianamente obligados a decirlas. También sostuvo el Aquinate: “hasta el mismo silencio de quienes deberían hacer frente a cuantos pervierten la verdad de la fe sería la confirmación del error”. Pensamos en profesorados y en cursos de catequesis, en donde las verdades de la Revelación están ciertamente en juego.
La mejor doctrina nos previene de la tentación de debilidad: somos movidos a ocultar la lámpara debajo del celemín y nuestra formación se vuelve un trampa mortal, dado que las numerosas lecturas que hemos incorporado sólo las utilizamos para excusarnos. Al contrario, no debemos temer sembrar la verdad, aunque nos duela, ni desistir en la predicación de lo que las cosas son:

“No vaciles jamás en la defensa o enunciación o elogio de la Verdad, el Bien y la Hermosura. Son tres nombres divinos que trascienden al mundo, y es fácil deletrearlos en las cosas. No los traiciones, aunque te flagelen…”[22].

La mejor doctrina, entonces, nos previene de la política del avestruz, exhortándonos a dar testimonio; sabiendo que en el Último Día no será el mundo el que juzgue a Cristo: será Nuestro Señor el que juzgará –ya lo ha juzgado– al mundo. Y precisamente por eso, tiene lugar aquella santa ira que lamentablemente muchos lectores de Santo Tomás no conocen:

“Quienquiera que ama la verdad aborrece el error y este aborrecimiento del error es la piedra de toque mediante la cual se reconoce el amor a la verdad. Si no amas la verdad, podrás decir que la amas e incluso hacerlo creer a los demás, pero puedes estar seguro de que, en ese caso, carecerás de horror hacia lo que es falso, y por esta señal se reconocerá que no amas la verdad”[23].

Por tanto, con un amor prudente y entusiasta, larguémonos a dar ese impostergable testimonio católico en las universidades, profesorados y terciarios. Dios nos asista.











[1] Donoso Cortes, Ensayo sobre Catolicismo, liberalismo y socialismo, en su Obras escogidas, Poblet, Buenos Aires, 1943, pág. 469.
[2] Santo Tomás de Aquino. Comentario de la Ética de Aristóteles, Libro X, lección 13, n. 9.
[3] S. Pinckaers, Las fuentes de la moralidad cristiana, Universidad de Navarra, Pamplona, 1988, págs. 511-512.
[4] Judah Levi, Dios, en José María Pemán y Miguel Herrero. Suma Poética. Amplia colección de la poesía religiosa española, segunda edición, Madrid, BAC, 1950, págs. 35-36.
[5] Se aprecia que hemos dejado de lado, deliberadamente, el caso de los docentes que dicen y enseñan la verdad. Para ellos no hay otra actitud que no sea el agradecimiento. Cabe decir que conocemos numerosos docentes que dan y que nos han dado un excelente y ejemplificador testimonio de su vocación en las cátedras. A ellos toda la gratitud.
[6] R. P. Alberto I. Ezcurra. Tú reinarás. Espiritualidad del laico, Kyrios, San Rafael, 1994, pág. 168. La negrita es nuestra.
[7] “…no aprendemos las palabras que conocemos, ni podemos confesar haber aprendido las que no conocemos sino hasta que percibimos su significado, lo cual acontece no por oír las voces pronunciadas, sino por el conocimiento de las cosas que ellas significan”. De Magistro, Cap. XI, 36.
[8] Suma Teológica, I, q. 117, art. 1, ad 1.
[9] Suma Teológica, I, q. 117, art. 1, ad 3. La negrita es nuestra.
[10] Sólo la Verdad y el Bien tienen derechos. Esto se demuestra entendiendo que lo que no existe obviamente no puede tener derechos: atribuir derechos a la nada sería una injusticia. Ahora bien, si queremos comprender este principio, debemos entender que “el error, como tal, es nada” y que, por tanto, atribuirle derechos sería tanto como atribuir un derecho a la nada. Veamos lo que son la Verdad y el error. Si la verdad es la adecuación de la inteligencia con la cosa, el error tiene lugar cuando la mente no está adecuada con la cosa. Por tanto, la verdad se halla en la inteligencia en la medida en que ésta reproduce exactamente la realidad. Cuando la inteligencia juzga que una cosa no es lo que es, o juzga que es lo que no es, hay error. En estos casos, uno tiene en su espíritu tal idea de una cosa, de modo que para uno es como si fuese real. Le atribuimos inadvertidamente el derecho de estar en nuestro espíritu pensando que es así. Pero en realidad no es así.
Es a todas luces absurdo poner por fundamento de mi vida y mi obrar una realidad que no existe. Ahora, si alguien pone al error como fundamento, otorgándole derechos, aún pensando que no es error, ¿Cuál será el resultado de tal aberración? ¿Puede no ser un resultado malo? Sería levantar un edificio sin fundamentos. Si pongo por base de mi vida una idea que no corresponde lo objetivo y real, todo el edificio intelectual y social que construya sobre este fundamento está destinado a derrumbarse. El único fundamento posible para una vida y acción debe ser una realidad verdadera. Por esto, sólo la Verdad tiene, en el orden individual y social, el derecho de existir. Y esto con independencia de si el error es culpable o no.
[11] Visto en http://hjg.com.ar/catena/c606.html
[12] II-II, q. 55, art. 8, corpus.
[13] Josef Pieper. Las virtudes fundamentales…, ídem, pág. 56.
[14] Federico Mihura Seeber. La figura del polemista cristiano en los libros “Contra Cresconio” de San Agustín, Revista Sapientia, 1992, Vol. XLVII,  págs. 190-191.
[15] Josef Pieper. Defensa de la Filosofía, Barcelona, Editorial Herder, 1976, pág. 53.
[16] Platón. El Banquete, Ed. Senén Martín, Madrid, 1966, pág. 122.
[17] Réplica a Juliano, L. III, c. 21, 42, citado por Federico Mihura Seeber en el artículo precitado de la Revista Sapientia…, ídem, págs. 176-177.
[18] II-II, q. 10, art. 7, corpus.
[19] Cfr. Pío XII, Humani Generis, N°12.
[20] Leopoldo Marechal, La patriótica, II Didáctica de la patria, 15.
[21] Suma contra Gentiles, Libro I, Cap. I.
[22] Leopoldo Marechal, Didáctica..., ídem, 16.
[23] Ernest Hello, citado por el Padre Alfredo Sáenz SJ, Siete virtudes olvidadas, Ed. Gladius, Buenos Aires, 2005, pág. 142.

3 comentarios:

  1. Interesantísimo el artículo. Ya hace años que terminé mi carrera, pero sirve igual en otros ámbitos. Gracias!

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  3. Me gusto el articulo, me senti identificada (espero que mucha mas gente lo esté). Escribe muy bien. Siga así

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