miércoles, 18 de mayo de 2016

“Lenguaje, ideología y poder” (Palabras pronunciadas en la presentación del libro)

PRESENTACIÓN DE
“Lenguaje, ideología y poder”



INTRODUCCIÓN

“Palabra mía: campana
que eras de tan limpio son;
palabra mía, tan sucia
de oficios de mediador:
que te bruñan en los vientos,
que te vistan en el sol,
que hoy vas a llevar en hombros
un saber tan sin razón
que, con ser conocimiento,
tiene ya anchuras de amor”.
José María Pemán

El valor de la palabra humana se mide por el valor de la palabra divina. Esa Palabra Creadora y Eterna que es el Verbo, el Hijo Unigénito del Padre, Su Mente, al que San Juan le cantó desde el prólogo de su Evangelio: En el principio estaba la Palabra. A esa Palabra le habla también Santo Tomás de Aquino en Adoro Te Devote, cuando dice: Haz que mi mente viva de Ti. Podríamos parafrasearlo y decir: Haz que mi mente viva de Tu Mente.

Dice Santo Tomás y nos recuerda habitualmente Mario Caponnetto que “la inteligencia es aquello que Dios más ama en el hombre”. El hombre llega a su plenitud en tanto su inteligencia más participe del pensamiento de Dios. Y arriba a este estado cuando, superando la exterioridad de las cosas, su superficie, se adentra en lo íntimo de ellas: sus causas. Comprender es ver la causa. Comprender es apreciar el hecho o acontecimiento particular, bañado por esa luz que se desprende de las causas, las cuales –al decir de San Agustín– son las ideas ejemplares de la Mente Divina.

Y entonces, ese conocimiento meramente sensitivo, superficial, externo, se torna conocimiento intelectual. Y al arribar a la causa, la investigación cesa y la mente del hombre descansa. Llega el reposo, la serenidad del alma que ha llegado a la posesión –imperfecta pero real– de la verdad. Y ese ‘ver’, acto por el que la mente lee (en la cosa) lo que Dios puso en ella, genera una enorme felicidad. Una paz, un sosiego. El que entiende, es feliz. El que entiende se goza en ese entender porque no devela otra cosa que ese pensamiento creador de Dios, quien –como bien dijo Chesterton desde sus páginas de Ortodoxia– irradia, fundamentalmente, alegría.

Si, como dice San Bernardo, “Es sabio a quien las cosas saben como son”, entonces razona correctamente Emilio Komar al sostener que se puede llamar insípido aquel al que las cosas no saben como realmente son. “Y es el uso insípido de las cosas el que nos cierra el acceso a Dios”, dirá el autor desde Orden y Misterio.

Es por eso que la contratara de un mundo donde el anhelo de conocer la verdad se ve impedido, obstaculizado o al menos eclipsado no puede ser otra cosa que la tristeza: la invencible tristeza del Mundo Moderno, Contemporáneo, que en palabras de Rafael Breide Obeid “no puede salvarse porque no quiere ser salvado”. Quizás algo de ésto vislumbró Anzoátegui cuando escribió sobre “la invencible tristeza, inseparable del crimen de la herejía” en los invasores ingleses de principios de siglo XIX. Ese mundo Moderno al que Jacques Maritain, en un error imperdonable, quiso enderezar en sus consecuencias sin primero combatir la corrupción de sus principios. Realidad en la que vivimos, en la que Dios quiso que naciésemos y en la que debemos fructificar, no enterrar culposamente los talentos.
Por eso es que todo proyecto político, pretendidamente educativo y social, en tanto y cuanto se oponga o niegue el Orden Natural no puede menos que eclipsar aunque sea parcialmente esa luz que los seres creados irradian. Entre nosotros y la creatura se interpone la ideología, la que impide contemplar la verdad de las cosas y, por tanto, su luminosidad. Por eso es que donde los proyectos ideológicos –signados por el feminismo, el marxismo cultural, las temáticas de género, etc.– avancen, la creatura, al menos ante nuestros ojos, se oscurece. Esa luz que Dios ha colocado en las cosas, destinada a esplender, a irradiar, va siendo paulatinamente apagada. La oscuridad crece cada vez más en nuestro mundo y muchos fuegos se extinguen lentamente. La persecución es una realidad: nos quieren amordazar. Nuestras bocas son molestas. El Reino de la oscuridad cada vez tiene más adeptos y, lo que es peor, cada vez ensaya propuestas más descaradas.
Pero no se muestran como son: se disfrazan con unos signos que no protestan. Se disfrazan con los signos del lenguaje.

* Para no hablar de la persona por nacer, dicen feto, producto de la concepción o incluso pre–embrión, invisibilizando su carácter de tal.

* Interrupción del embarazo, para justificar –hablemos claro– que un niño sea despedazado en el vientre de su madre por un enfermero o médico sin escrúpulos, con la complicidad de la ley civil y la ominosa indiferencia de los jerarcas de la Iglesia. En este libro por ejemplo se ha replicado el argumento del entonces Arzobispo Rino Fisichella, que justificó nada menos que un aborto en Brasil hace unos años.

* Homofobia, para descalificar a quienes sostenemos el Orden Natural, Orden que el ser humano no construye sino descubre…

* Violencia de género, para echar sombra sobre los defensores de la vida del niño por nacer. Porque en este campo semántico, impedir o siquiera demorar la realización de un aborto es “violentar” los “derechos de las mujeres”…

* Matrimonio igualitario, para naturalizar la homosexualidad, que objetivamente -más allá de los condicionamientos subjetivos que pudieran darse- es un grave desorden, cuyo castigo figura en las mismas escrituras…

* No discriminar, esto es, no distinguir, no diferenciar, no separar, no discernir. Entendámoslo de una buena vez: la bandera de la no discriminación se levantó para minar las bases del pensamiento clásico y católico. Se levantó para ensuciar el criterio de diferenciación en pro de un orden natural.

Respecto de la promoción de la ideología homosexualista, la periodista británica Melanie Phillips sostuvo que la misma “es una campaña implacable y despiadada (…) para destruir el concepto mismo de conducta sexual normal”[1].

Hay palabras que se instalan. Pero también hay palabras que deliberadamente se omiten, que se conminan al silencio, palabras que no pueden ni deben ser pronunciadas.

¿Será por esta razón que en Sinaloa, México, es delito para un político mencionar públicamente la palabra «Dios»?

¿Será por eso que el uso de la palabra “normal” huele mal?

En cierto sentido, no existe –al menos, en la mente de las personas– lo que no se dice.

Tenemos que decir las palabras que pretenden eliminarse.

No podemos quedarnos de brazos cruzados mientras nos roban el vocabulario.

Y respecto de las palabras ideologizadas, ¿qué debemos hacer?

No hay que intentar copar estas palabras. No tiene sentido resignificarlas ni reinterpretarlas. San Jerónimo, citado por Santo Tomás en la Summa: “con los herejes no debemos tener en común ni siquiera las palabras, para que no dé la impresión de que favorecemos su error”. A su turno, Pío XII sostuvo públicamente: “No os hagáis ilusiones de ganaros al enemigo a costa de marchar a remolque de él”. Por eso,

USAR PEYORATIVAMENTE LA PALABRA DISCRIMINACIÓN
ES HACERLE EL JUEGO A LA IDEOLOGÍA DE GÉNERO

Nuestra máxima debe ser la que enuncia Juan Pablo Vitali, el cual –en este tema– dice acertadamente: “Si los demás hablan con nuestro lenguaje, estamos avanzando. Si nosotros hablamos con el lenguaje de los demás, estamos retrocediendo”. Ernest Hello agrega: “Los vocablos son pan o veneno, y es la confusión universal uno de los caracteres de nuestra época”. Ernest Hello. Y hay más: hay una cierta brujería o fascinación en las palabras, que las hace actuar como una fuerza que va más allá de lo que podemos explicar” (South). A su turno, Mallarmé: “Hay en la palabra algo de sagrado, que nos impide jugar con ella como con un juego de azar. Dominar artísticamente una lengua equivale a ejercer una especie de conjuro mágico”. La inteligencia verdaderamente colosal de Platón escribió: “hablar impropiamente no es sólo cometer una falta en lo que se dice, sino causar un mal a las almas”. Y el camarada Hello, finalmente, declaró: “La palabra y la luz, una y otra, ahuyentan los fantasmas. Ambas descorren el velo. ¿Deseas conocer el valor de un objeto? Acláralo con un nombre. ¿Quieres desenmascarar a un criminal? Nómbrale”.

¿QUÉ HACER?

Ante todo, hacer lo que los grandes sabios, santos y doctores hicieron en tiempos de confusión. Hay que H-A-B-L-A-R. ¿Qué hicieron Sócrates, Platón y Aristóteles? Pusieron su inteligencia al servicio de la Verdad. No se acomodaron a los errores de su tiempo, no se congraciaron con los poderosos de la época sino que replicaron puntillosamente sus palabras.

San Agustín rebatió herejes y herejías, no las reinterpretó para hacerlas encajar con la fe.

San Ireneo polemizó contra los errores de su época, no se hizo ante los gnósticos perdonar su adhesión al Credo.

San Atanasio mantuvo las palabras correctas, no claudicó la semántica del Verbo.

¿Y qué decir de Tomás de Aquino?

¿Y Chesterton? ¿Y Lewis, en La Abolición del hombre? ¿Nuestro Castellani, nuestro Meinvielle?

¿Y cómo lo lograron? Seguramente, apreciando la luminosidad de la realidad, esto es, captando y descifrando el diseño que late en las cosas: su íntima racionalidad, a la que se llega entendiendo la profundidades, como dice Federico Mihura:

“cuando la inteligencia se percata de que no es posible afirmar una cosa y su contradictoria, atisba con ello la existencia de lo verdadero y lo falso. Y, por allí, se da cuenta del ser”.

Por último, es preciso señalar las ocultas motivaciones de las ideologías. ¿Qué hay detrás, entonces, de la ideología de la no discriminación? La verdad es que hay un odio. El odio a la luz. Su intención última es abolir la diferenciación entre naturaleza y contranaturaleza, al menos en la mente de las personas. Este es el objetivo de la ideología de la no discriminación.

Nadie quiere respirar el aire carcelario ni ser un presidiario. Pero para poder respirar otro aire, no queda otro camino que decir las cosas como son. La pregunta es: ¿qué queremos? ¿Queremos ser libres? ¿O queremos seguir hablando mal y ser colonizados mentalmente? He aquí una decisión cuya responsabilidad no podemos eludir.

Volvamos entonces a nuestras ocupaciones con esa divisa: afirmar la Verdad. La verdad sobre la vida, el amor, el niño por nacer, el aborto. Afirmar estas verdades para que las mentiras retrocedan. Dice el filósofo alemán Josef Pieper que “Cada vez que decimos una verdad, el reino de la mentira retrocede”. Y así, respirar el aire puro y limpio que nos da esa libertad en la verdad, propia de los hijos de Dios.

Hacer de cada palabra, un alcázar. Como los guerreros del Alcázar de Toledo, que durante 72 días resistieron el asalto de fuego marxista, que cada palabra sea blindada en su auténtico significado. Hay que hablar, hay que animarse. Si el buen Dios lo quiere, nos daremos cuenta de que muchos pensaban igual que nosotros pero sólo se animaron a decirlo cuando nosotros nos animamos primero.

Que Cristo, Palabra Encarnada, se haga presente en nuestras gargantas para que nuestra voz sea un eco de la Voz. Si por nuestro testimonio salvásemos una sola vida, habrá valido la pena. Decíamos que Dios es «Luz de la luz». Nuestra luz es luz de la Luz, y Dios es Palabra de nuestras palabras. Queda en nosotros ser voz de la Voz.






[1] Visto en http://www.noticiasglobales.org/comunicacionDetalle.asp?Id=1431

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