miércoles, 25 de mayo de 2016

La masificación progresista - Colaboración de Andrés Baldrich

La masificación progresista

Colaboración de Andrés Baldrich

Entre los que pertenecen al abanico ideológico del progresismo y de la izquierda es mayoritaria la tendencia a contemplar la sociedad como un conjunto de masas. Este modus operandi ofrece una visión del mundo simplificada, que acelera el pensamiento, y facilita llegar a muchas conclusiones de manera muy rápida y brutal.

Entre las primeras cosas que hacen –es una suerte de premisa en sus razonamientos– podemos mencionar que encasillan a los individuos. Los categorizan. Son comunes en sus textos las universalizaciones: simplifican la cadena de razonamientos hasta arribar a conclusiones exageradas y temerarias. La unidad fundamental de su análisis social es el colectivo, esto es, la masa amorfa de personas que, compartiendo cierta característica, se prejuzga homogénea en todas las demás. Ésta es una tendencia muy común en la actualidad, que nos invita a hacer saltos e inferencias larguísimas en base a un único dato biográfico de una persona o tomando un juicio suyo sobre algún asunto (por ejemplo, aseveraciones como “ella es K” o “él es Pro”, con una enorme carga de significado inconsciente, por el hecho de haber nacido en tal lugar o estudiar en tal institución, o porque ella se manifestó favorable a la intervención del Estado en la Economía o porque él piensa que un delincuente debe ir a prisión).
Si bien es innegable que hay algunos datos que aportan mucha información acerca de una persona, los “colectivos” se caracterizan por asignarle al individuo la personalidad del grupo, como si éste forzosamente tuviera que asemejarse en todo al resto de las personas junto a quienes es clasificado. A cada masa se le asigna una personalidad muy marcada: supuestamente tiene ciertas aspiraciones, una posición en la sociedad, relación con los demás “colectivos”, etc. Según esta opinión, el miembro de la masa se comporta como el resto de ella, obedeciendo a las ideas que conforman la opinión pública de esa masa. En resumen, un “colectivo” es la imposición arbitraria de un modelo simplista con el que se encasilla a las personas para prejuzgarlas mejor.
Esta voluntad de masificar la sociedad es parte del universo ideológico progresista. En 2008, en el centro de estudiantes de varios colegios, algunos alumnos solicitaban firmas en favor de reivindicaciones “de los estudiantes”. Se incluían consignas como “reforma agraria”, “fuera Macri”, “legalización del aborto”, etc. En la imaginación de estos chicos, la masa estudiantil tiene una personalidad, aspiraciones propias y reivindicaciones. Y sobre todo ésto flota como niebla la idea de dialéctica de colectivos, una lucha incesante donde cada uno buscaría instalar sus “intereses de masa”.

Ejemplo de masificación: las razas

En Estados Unidos, el modelo de sociedad masificada –compuesta por grandes bolsas de peones sin rostro– es una bandera política defendida a capa y espada por el progresismo cultural: es uno de los ejemplos que inspiran a nuestros progresistas locales. Sus dos mayores innovaciones son las ideas de “maldad colectiva” y “herencia de la culpabilidad”: si gente parecida a uno hizo cosas malas hace siglos, entonces, por eso, uno es una mala persona y merece ser castigado. Si un antepasado tuyo hizo algo mal, vos sos el culpable. Y si te parecés físicamente al descendiente de un culpable, entonces también sos culpable.
Por ejemplo, un hijo de irlandeses en EE.UU. es considerado blanco (“white”). Como el gobierno lo ha encasillado en esa categoría racial, entonces se le considera personalmente responsable por la esclavitud en la época de la colonia.  No importa si sus antepasados irlandeses también eran oprimidos por los mismos ingleses que esclavizaban a los africanos: él se parece físicamente al descendiente de un culpable, entonces hay que castigarlo. A igualdad de cualificaciones, es al “blanco” a quien excluyen en una búsqueda laboral.
Así es como en la América del Norte, el color de la piel se considera suficiente para tratar a ciertas personas diferencialmente peor. A la inversa, hay otros “colectivos” que están legalmente privilegiados mediante lo que se denomina “acción afirmativa”. Este colmo del estereotipo es cada vez más común en la Argentina, aunque todavía no tenemos un estado abiertamente racista que clasifique a las personas por el color de la piel.

La venganza de las masas

La premisa de que la sociedad es un conjunto de masas y no un conjunto de familias es la clave necesaria para empezar a entender las ideas progresistas modernas, como la ideología de género. Es justamente por ésto que muchos hablan de “la voluntad de las mujeres”, imitando la manera en que Robespierre invocaba al Pueblo: como si fuera una turba amorfa de una sola voluntad. Esto explica que cuando un grupo de feministas golpea y manosea las partes pudendas de un cristiano sea aplaudido por los medios de comunicación en vez de ir a la cárcel por abuso sexual, a pesar de las filmaciones y pruebas existentes. No importa quién sea ese cristiano ni qué haya hecho: importa que se lo encasilla dentro de una masa-enemiga, lo que habilita moral y socialmente a descargar su odio contra él. La feminista que lo ultraja no quiere atacar tanto a la persona individual –a la que probablemente ni conoce– sino a la masa que él representa en la mente de ella, según el rótulo que ella le asignó. En ese momento él es como un símbolo: acosarlo sexualmente es como quemar una bandera. De otro modo es imposible entender que quien supuestamente lucha contra “la violencia sexual” utilice como arma precisamente… la violencia sexual.
Esa es la clave: aboliendo las individualidades, a cada uno se lo considera un fungible peón del color opuesto. Hay muchas personas más o menos comprometidas con la ideología de género que, poniéndose a reflexionar, descubren que no están tan de acuerdo con la masificación. Y empiezan a cuestionarse que la expresión “los varones” tenga significado: se evidencia que no hay un “Sindicato Único de Varones” ni ninguna otra unión real entre nosotros. Reflexión y buena voluntad muestran la injusticia de achacar a todos los varones las malas características de una minoría marginal.

El ejemplo del INADI

En relación a este asunto, dado que vivimos en la Argentina, vale la pena analizar brevemente qué entiende un organismo gubernamental como el INADI sobre los estereotipos de personas; cómo los usa para demonizar y perseguir a ciertas minorías. Esto es importante, ya que ilustra a la perfección estas categorizaciones arbitrarias de las que venimos hablando.
Leyendo la Guía Didáctica para Docentes, confeccionada por el INADI y que sirve para conocer sus lineamientos respecto de los que ellos consideran “prácticas discriminatorias”, en la misma se aprecia quiénes son los grupos “discriminadores” y quiénes son los grupos “discriminados”. Por ejemplo, podemos leer la siguiente explicación:

"Analizando en oposición a qué se construyen los estereotipos, podemos preguntarnos a quiénes discriminamos, y la respuesta que más inmediatamente nos surge es: -al “diferente”. ¿Diferente a quién o qué? Al modelo o paradigma de “lo normal”, es decir al varón, blanco, instruido, joven, pudiente, heterosexual, cristiano y sin discapacidad visible”.

Y también:

“La construcción de un “paradigma” al que deben asimilarse todos los “otros“, implica que aquellos que no tienen esos atributos son los diferentes, los inferiores. Este modelo hegemónico impone jerarquías basadas en la dominación y la desigualdad, es decir trata de naturalizar una supuesta “normalidad” sólo para legitimar su supremacía, argumentando el bien social, cuando por el contrario, la discriminación empobrece al conjunto de la sociedad al privarse de la riqueza que da la pluralidad de identidades"[1].

O también, en otro lugar:

"Para el modelo hegemónico, el paradigma de la normalidad es ser hombre, blanco, instruido, pudiente, heterosexual, católico, sin discapacidad y el que no encaja en ese esquema se lo trata de manera diferente"[2].

La fuente principal para el que quiera leer es el Plan Nacional:



Y:

"La discriminación no es un acto aislado, sino que tiene una raigambre histórica producto de un modelo social que, durante siglos, postuló una condición de "normalidad" que ubicó a algunas personas con determinadas características (varón, blanco, de edad productiva, instruido, católico, heterosexual, sin discapacidad, entre otras) en una relación de poder subordinante sobre otras que no se correspondían con ese patrón heteronormativo"[3].

Es necesario analizar cuidadosamente lo que afirma el INADI, tal como aparece en la segunda cita: "Este modelo hegemónico impone jerarquías basadas en la dominación y la desigualdad". Primero dice que hay un modelo, y que ese modelo goza de hegemonía. En segundo lugar, se sostiene que este modelo impone jerarquías. ¿Qué quieren decir estas expresiones? Ciertamente no es el modelo quien las impone, porque un modelo no se impone a sí mismo. El modelo implica una jerarquización, pero el INADI sugiere que hay alguien que impone este modelo (los que jerarquizan) sobre el resto de la sociedad. Define a los discriminados ("todos los que no son varones, blancos, instruidos, en edad activa, pudientes, heterosexuales, católicos y sin discapacidad visible"), sugiriendo que hay otros que imponen el “modelo discriminador”.
La idea del texto es que los discriminados padecen la imposición de los discriminadores. Los discriminadores son aquellos que sí entran en el paradigma que el INADI llama “lo normal”: los varones, blancos, instruidos, en edad activa, pudientes, heterosexuales, católicos y sin discapacidad visible. El INADI, de esta manera, inventa un estereotipo del discriminador. Ser “discriminador” no es consecuencia de lo que uno hace, sino de cómo el INADI te clasifica.
Pero veamos más de cerca lo que dice el INADI: "Este modelo hegemónico impone jerarquías basadas en la dominación y la desigualdad, es decir trata de naturalizar una supuesta ‘normalidad’ sólo para legitimar su supremacía...". Ahora bien, ¿quién busca legitimar su supremacía? El verdadero sujeto de la frase no es "el modelo", sino "el discriminador". Por eso, para entender a fondo, hay que leer la frase como si dijera "El varón blanco impone jerarquías..." para que tenga sentido la parte que habla de "su hegemonía".

Agachadas de importación

Esta visión no es autóctona. El INADI no hace más que traducir servilmente ideas que les impusieron sus jefes en EEUU. Eso de “la raza blanca" no existe acá, ni nunca existió, porque acá no hay razas –salvo la idea de "raza hispánica" que festejamos el 12 de octubre y es un concepto basado en el mestizaje, que hace énfasis en nuestro origen común. Las “inéditas razas” de las que habla Rubén Darío son el fruto de la mezcla de todos con todos. Nada que ver las “raza blanca” y “raza negra” del Norte
De hecho, basta con tener tan sólo un antepasado criollo para, casi seguramente, tener antepasados indios, y probablemente también negros. Quien provenga de semejante mezcla, ¿a cuál "raza" pertenece? Es preocupante que desde el Estado se busque imponer la idea de que cada persona pueda pertenecer a una "raza". Un reciente estudio genético (Haaks 2015[4]) prueba, entre otras cosas, que los primeros indo-europeos eran ellos mismos una población mestiza. Los primeros indo-europeos, a quienes los nazis llamaban "arios", eran una mezcla entre aborígenes de Europa, y una población genéticamente parecida a los actuales habitantes de Armenia, en Medio Oriente. Entonces: mestizaje siempre hubo, y va a seguir habiendo. Por mucho que se lamenten el INADI y sus jefes yanquis, no existen razas puras con que encasillar a las personas.

Conclusión

La estrategia es simple. Comienzan retocando la definición de “discriminación injusta”. Tradicionalmente era: tratar de forma distinta a dos personas en los aspectos en que son iguales, o de forma igual en los aspectos en que son diferentes. O sea, dar prioridad a una de dos personas que naturalmente deberían gozar de la misma, era “discriminar”. Ahora, los progresistas quieren forzar el concepto de discriminar para que signifique: “pertenecer a la Casta Discriminadora definida por el gobierno”.
Segundo paso: aglutinar epítetos para tranquilizar sus conciencias cuando ellos mismos descargan su odio contra ese grupo de personas: “estamos cometiendo una injusticia, sí, pero es contra los malos: contra el hetero-patriarcado-capitalista”. Está en nosotros defendernos contra este avance del Estado, porque lo que quiere finalmente es que desaparezcamos.




[1] http://www.argentinosalerta.org/files/INADI%20-%20guia%20para%20docentes.pdf
[4] http://biorxiv.org/content/early/2015/02/10/013433

jueves, 19 de mayo de 2016

¿“La luz interior sana”? ¿o “La Luz interior que sana”? - Colaboración de Adolfo Aybar

¿“La luz interior sana”?
¿o “La Luz interior que sana”?


Colaboración de Adolfo Aybar

"El cristianismo se hizo presente en el mundo principalmente para aseverar con violencia, que un hombre no tenía que mirar sólo su interior, sino mirar también hacia el exterior, para contemplar con asombro y entusiasmo una compañía divina y un capitán divino".
Ortodoxia, G. K. Chesterton

En la actualidad es muy común que los hombres sigan una espiritualidad que busca sólo su “luz interior”. Una espiritualidad que se manifiesta a partir de religiones inmigrantes de oriente, o quizás, simplemente, a través de un tratamiento psicológico inmanente obsesionado, aunque sea paradójico, por iluminar el interior del hombre desde y sólo a partir del hombre mismo.
Queremos solucionar nuestros problemas y sufrimientos yendo a nuestro “yo interior”, aislándonos del mundo que nos rodea y –lo que es peor y más grave aún– de nuestros semejantes. No es el camino del egoísmo el que va a sanar al hombre actual individualista, a este “hombre–microscopio” que a partir de sí mismo observa detalladamente cada vericueto de su interioridad. Por el contrario, el hombre contemporáneo sanará de sus dolencias saliendo de sí mismo y yendo al encuentro del “otro–alguien”. Es en “el encuentro” en donde el hombre se cura. Necesitamos buscar el bien de nuestro prójimo para sanarnos nosotros mismos.
Veamos, pues, que hemos utilizado el término “prójimo”, el cual nos introduce en un nuevo ámbito: la esfera de la trascendencia. Es la Revelación Cristiana la que introduce esta palabra en nuestro léxico porque es el “prójimo” a quien le debo la “caridad”, es decir, el amor fundado en el Amor. Y así “llegamos” al orden máximo de trascendencia y relación, que es el vínculo del hombre con Dios en la Persona Divina de Jesucristo. Es nuestra relación con Jesucristo la que sanará “de raíz” nuestro dolor, digo más, es Jesucristo el Médico (por excelencia) de nuestra interioridad herida.
Todo esto no significa que no debamos mirar nuestro interior e iluminarlo, pero debemos mirarlo en función de amar y brindarnos mejor a nuestro prójimo. Sobre todo, debemos entrar a nuestro mundo interior con la Luz de Cristo, y no con la mera luz de nuestra razón humana.


miércoles, 18 de mayo de 2016

“Lenguaje, ideología y poder” (Palabras pronunciadas en la presentación del libro)

PRESENTACIÓN DE
“Lenguaje, ideología y poder”



INTRODUCCIÓN

“Palabra mía: campana
que eras de tan limpio son;
palabra mía, tan sucia
de oficios de mediador:
que te bruñan en los vientos,
que te vistan en el sol,
que hoy vas a llevar en hombros
un saber tan sin razón
que, con ser conocimiento,
tiene ya anchuras de amor”.
José María Pemán

El valor de la palabra humana se mide por el valor de la palabra divina. Esa Palabra Creadora y Eterna que es el Verbo, el Hijo Unigénito del Padre, Su Mente, al que San Juan le cantó desde el prólogo de su Evangelio: En el principio estaba la Palabra. A esa Palabra le habla también Santo Tomás de Aquino en Adoro Te Devote, cuando dice: Haz que mi mente viva de Ti. Podríamos parafrasearlo y decir: Haz que mi mente viva de Tu Mente.

Dice Santo Tomás y nos recuerda habitualmente Mario Caponnetto que “la inteligencia es aquello que Dios más ama en el hombre”. El hombre llega a su plenitud en tanto su inteligencia más participe del pensamiento de Dios. Y arriba a este estado cuando, superando la exterioridad de las cosas, su superficie, se adentra en lo íntimo de ellas: sus causas. Comprender es ver la causa. Comprender es apreciar el hecho o acontecimiento particular, bañado por esa luz que se desprende de las causas, las cuales –al decir de San Agustín– son las ideas ejemplares de la Mente Divina.

Y entonces, ese conocimiento meramente sensitivo, superficial, externo, se torna conocimiento intelectual. Y al arribar a la causa, la investigación cesa y la mente del hombre descansa. Llega el reposo, la serenidad del alma que ha llegado a la posesión –imperfecta pero real– de la verdad. Y ese ‘ver’, acto por el que la mente lee (en la cosa) lo que Dios puso en ella, genera una enorme felicidad. Una paz, un sosiego. El que entiende, es feliz. El que entiende se goza en ese entender porque no devela otra cosa que ese pensamiento creador de Dios, quien –como bien dijo Chesterton desde sus páginas de Ortodoxia– irradia, fundamentalmente, alegría.

Si, como dice San Bernardo, “Es sabio a quien las cosas saben como son”, entonces razona correctamente Emilio Komar al sostener que se puede llamar insípido aquel al que las cosas no saben como realmente son. “Y es el uso insípido de las cosas el que nos cierra el acceso a Dios”, dirá el autor desde Orden y Misterio.

Es por eso que la contratara de un mundo donde el anhelo de conocer la verdad se ve impedido, obstaculizado o al menos eclipsado no puede ser otra cosa que la tristeza: la invencible tristeza del Mundo Moderno, Contemporáneo, que en palabras de Rafael Breide Obeid “no puede salvarse porque no quiere ser salvado”. Quizás algo de ésto vislumbró Anzoátegui cuando escribió sobre “la invencible tristeza, inseparable del crimen de la herejía” en los invasores ingleses de principios de siglo XIX. Ese mundo Moderno al que Jacques Maritain, en un error imperdonable, quiso enderezar en sus consecuencias sin primero combatir la corrupción de sus principios. Realidad en la que vivimos, en la que Dios quiso que naciésemos y en la que debemos fructificar, no enterrar culposamente los talentos.
Por eso es que todo proyecto político, pretendidamente educativo y social, en tanto y cuanto se oponga o niegue el Orden Natural no puede menos que eclipsar aunque sea parcialmente esa luz que los seres creados irradian. Entre nosotros y la creatura se interpone la ideología, la que impide contemplar la verdad de las cosas y, por tanto, su luminosidad. Por eso es que donde los proyectos ideológicos –signados por el feminismo, el marxismo cultural, las temáticas de género, etc.– avancen, la creatura, al menos ante nuestros ojos, se oscurece. Esa luz que Dios ha colocado en las cosas, destinada a esplender, a irradiar, va siendo paulatinamente apagada. La oscuridad crece cada vez más en nuestro mundo y muchos fuegos se extinguen lentamente. La persecución es una realidad: nos quieren amordazar. Nuestras bocas son molestas. El Reino de la oscuridad cada vez tiene más adeptos y, lo que es peor, cada vez ensaya propuestas más descaradas.
Pero no se muestran como son: se disfrazan con unos signos que no protestan. Se disfrazan con los signos del lenguaje.

* Para no hablar de la persona por nacer, dicen feto, producto de la concepción o incluso pre–embrión, invisibilizando su carácter de tal.

* Interrupción del embarazo, para justificar –hablemos claro– que un niño sea despedazado en el vientre de su madre por un enfermero o médico sin escrúpulos, con la complicidad de la ley civil y la ominosa indiferencia de los jerarcas de la Iglesia. En este libro por ejemplo se ha replicado el argumento del entonces Arzobispo Rino Fisichella, que justificó nada menos que un aborto en Brasil hace unos años.

* Homofobia, para descalificar a quienes sostenemos el Orden Natural, Orden que el ser humano no construye sino descubre…

* Violencia de género, para echar sombra sobre los defensores de la vida del niño por nacer. Porque en este campo semántico, impedir o siquiera demorar la realización de un aborto es “violentar” los “derechos de las mujeres”…

* Matrimonio igualitario, para naturalizar la homosexualidad, que objetivamente -más allá de los condicionamientos subjetivos que pudieran darse- es un grave desorden, cuyo castigo figura en las mismas escrituras…

* No discriminar, esto es, no distinguir, no diferenciar, no separar, no discernir. Entendámoslo de una buena vez: la bandera de la no discriminación se levantó para minar las bases del pensamiento clásico y católico. Se levantó para ensuciar el criterio de diferenciación en pro de un orden natural.

Respecto de la promoción de la ideología homosexualista, la periodista británica Melanie Phillips sostuvo que la misma “es una campaña implacable y despiadada (…) para destruir el concepto mismo de conducta sexual normal”[1].

Hay palabras que se instalan. Pero también hay palabras que deliberadamente se omiten, que se conminan al silencio, palabras que no pueden ni deben ser pronunciadas.

¿Será por esta razón que en Sinaloa, México, es delito para un político mencionar públicamente la palabra «Dios»?

¿Será por eso que el uso de la palabra “normal” huele mal?

En cierto sentido, no existe –al menos, en la mente de las personas– lo que no se dice.

Tenemos que decir las palabras que pretenden eliminarse.

No podemos quedarnos de brazos cruzados mientras nos roban el vocabulario.

Y respecto de las palabras ideologizadas, ¿qué debemos hacer?

No hay que intentar copar estas palabras. No tiene sentido resignificarlas ni reinterpretarlas. San Jerónimo, citado por Santo Tomás en la Summa: “con los herejes no debemos tener en común ni siquiera las palabras, para que no dé la impresión de que favorecemos su error”. A su turno, Pío XII sostuvo públicamente: “No os hagáis ilusiones de ganaros al enemigo a costa de marchar a remolque de él”. Por eso,

USAR PEYORATIVAMENTE LA PALABRA DISCRIMINACIÓN
ES HACERLE EL JUEGO A LA IDEOLOGÍA DE GÉNERO

Nuestra máxima debe ser la que enuncia Juan Pablo Vitali, el cual –en este tema– dice acertadamente: “Si los demás hablan con nuestro lenguaje, estamos avanzando. Si nosotros hablamos con el lenguaje de los demás, estamos retrocediendo”. Ernest Hello agrega: “Los vocablos son pan o veneno, y es la confusión universal uno de los caracteres de nuestra época”. Ernest Hello. Y hay más: hay una cierta brujería o fascinación en las palabras, que las hace actuar como una fuerza que va más allá de lo que podemos explicar” (South). A su turno, Mallarmé: “Hay en la palabra algo de sagrado, que nos impide jugar con ella como con un juego de azar. Dominar artísticamente una lengua equivale a ejercer una especie de conjuro mágico”. La inteligencia verdaderamente colosal de Platón escribió: “hablar impropiamente no es sólo cometer una falta en lo que se dice, sino causar un mal a las almas”. Y el camarada Hello, finalmente, declaró: “La palabra y la luz, una y otra, ahuyentan los fantasmas. Ambas descorren el velo. ¿Deseas conocer el valor de un objeto? Acláralo con un nombre. ¿Quieres desenmascarar a un criminal? Nómbrale”.

¿QUÉ HACER?

Ante todo, hacer lo que los grandes sabios, santos y doctores hicieron en tiempos de confusión. Hay que H-A-B-L-A-R. ¿Qué hicieron Sócrates, Platón y Aristóteles? Pusieron su inteligencia al servicio de la Verdad. No se acomodaron a los errores de su tiempo, no se congraciaron con los poderosos de la época sino que replicaron puntillosamente sus palabras.

San Agustín rebatió herejes y herejías, no las reinterpretó para hacerlas encajar con la fe.

San Ireneo polemizó contra los errores de su época, no se hizo ante los gnósticos perdonar su adhesión al Credo.

San Atanasio mantuvo las palabras correctas, no claudicó la semántica del Verbo.

¿Y qué decir de Tomás de Aquino?

¿Y Chesterton? ¿Y Lewis, en La Abolición del hombre? ¿Nuestro Castellani, nuestro Meinvielle?

¿Y cómo lo lograron? Seguramente, apreciando la luminosidad de la realidad, esto es, captando y descifrando el diseño que late en las cosas: su íntima racionalidad, a la que se llega entendiendo la profundidades, como dice Federico Mihura:

“cuando la inteligencia se percata de que no es posible afirmar una cosa y su contradictoria, atisba con ello la existencia de lo verdadero y lo falso. Y, por allí, se da cuenta del ser”.

Por último, es preciso señalar las ocultas motivaciones de las ideologías. ¿Qué hay detrás, entonces, de la ideología de la no discriminación? La verdad es que hay un odio. El odio a la luz. Su intención última es abolir la diferenciación entre naturaleza y contranaturaleza, al menos en la mente de las personas. Este es el objetivo de la ideología de la no discriminación.

Nadie quiere respirar el aire carcelario ni ser un presidiario. Pero para poder respirar otro aire, no queda otro camino que decir las cosas como son. La pregunta es: ¿qué queremos? ¿Queremos ser libres? ¿O queremos seguir hablando mal y ser colonizados mentalmente? He aquí una decisión cuya responsabilidad no podemos eludir.

Volvamos entonces a nuestras ocupaciones con esa divisa: afirmar la Verdad. La verdad sobre la vida, el amor, el niño por nacer, el aborto. Afirmar estas verdades para que las mentiras retrocedan. Dice el filósofo alemán Josef Pieper que “Cada vez que decimos una verdad, el reino de la mentira retrocede”. Y así, respirar el aire puro y limpio que nos da esa libertad en la verdad, propia de los hijos de Dios.

Hacer de cada palabra, un alcázar. Como los guerreros del Alcázar de Toledo, que durante 72 días resistieron el asalto de fuego marxista, que cada palabra sea blindada en su auténtico significado. Hay que hablar, hay que animarse. Si el buen Dios lo quiere, nos daremos cuenta de que muchos pensaban igual que nosotros pero sólo se animaron a decirlo cuando nosotros nos animamos primero.

Que Cristo, Palabra Encarnada, se haga presente en nuestras gargantas para que nuestra voz sea un eco de la Voz. Si por nuestro testimonio salvásemos una sola vida, habrá valido la pena. Decíamos que Dios es «Luz de la luz». Nuestra luz es luz de la Luz, y Dios es Palabra de nuestras palabras. Queda en nosotros ser voz de la Voz.






[1] Visto en http://www.noticiasglobales.org/comunicacionDetalle.asp?Id=1431

lunes, 16 de mayo de 2016

Relativismo: conversación entre alumna y profesor

 

Alumna–––Buen día, Juan Carlos. Estuve leyendo y deseo hacerte esta pregunta, en base a lo visto en clase: ¿Por qué afirmarla finitud del conocimiento humano no implica adoptar la postura del relativismo?

RESPUESTA: Primero que nada, hay que definir qué es el relativismo.
             El relativismo es una postura filosófica que sostiene que no es posible llegar a la verdad objetiva, absoluta; no es posible arribar a lo que las cosas son en sí; ¿Por qué? Porque (según esta postura) la mente humana no puede superar ni colocarse por encima de sí misma e ir al objeto tal como es en sí. Siempre que la mente vaya al objeto, dice el relativismo, lo hace determinada por el modo de ser del sujeto observador. Por poner un ejemplo, vos, Magdalena, no podés jamás saber lo que es la verdad en sí de nada porque siempre vas a estar viendo lo que es "para vos", "en relación a vos", lo que es "relativo a vos" pero nunca lo que es en sí mismo, lo que la cosa substancialmente es.
             El relativismo es una vieja postura que ya estaba presente en los sofistas de la Antigüedad; Protágoras y Gorgias, por ejemplo. Y fue parejamente combatida por los más grandes filósofos de la Grecia Clásica: Sócrates, Platón y Aristóteles. Obvio que podemos ver esos argumentos en detalle más adelante, si te interesa.
              Tras una apariencia de astucia y de prudencia, el relativismo implica clausurar toda ética y toda moral. Porque toda moral se fundamenta en el ser: de acuerdo a lo que las cosas son, según lo que las cosas son, es como yo debo actuar. Pero si no puedo conocer cómo son las cosas, ¿cómo debo actuar? ¿Qué es lo correcto y lo incorrecto si estoy atrapado en una cárcel donde todo está oscuro y no puedo palpar nada? Asimismo, si no hay una verdad objetiva y un bien objetivo, ¿qué es la belleza? ¿Existe algo que no sea bello y algo que lo sea?
             Hay una suerte de triple unidad entre verdad-bien-belleza. Si afirmás la posibilidad de conocer la verdad, la lógica te lleva a aceptar un bien y una belleza. Pero si negás que la verdad sea cognoscible, entonces tampoco podés hablar de un obrar correcto o incorrecto. También se volvería resbaladizo el terreno del arte y de la belleza.
            Si hasta acá se entiende, avisame y seguimos.

Alumna–Sí, entendí muy bien lo del relativismo. ¡Podemos seguir!

RESPUESTA: Bien, volviendo al punto: ¿Por qué afirmar la finitud del conocimiento humano no implica adoptarla postura del relativismo? Porque afirmar el carácter 'finito' (o limitado) del conocimiento humano no es negar que el hombre alcanza verdades. El hombre puede alcanzar verdades. Sí, puede. Pero no puede agotar completamente todas las verdades posibles del universo, no puede comprenderlo todo. Puede llegar a verdades absolutas pero no puede conocer todo lo que existe, no puede acabar ni esfumar ni hacer desaparecer el misterio de la realidad aunque sí puede beber algo de esa fuente... Dice bellamente San Agustín:
         
‘Es la Verdad sin cambio ninguno. La Verdad es Pan; da sustento a lasalmas, sin menguarse; renueva al que lo come; ella no sufre transformación’.

Alumna–Muchas gracias. Sólo me queda esta duda; si no es posible (según el relativismo) alcanzar la verdad absoluta, la verdad absoluta para un relativista no debería existir. No tiene sentido mantener que existe la verdad en sí pero que no se puede conocer, dado que cada uno tiene su propia versión de ella. ¿No?

RESPUESTA: Exacto. No tiene sentido mantener que la verdad “existe” pero “no se puede conocer”. De hecho hay algunos que dan un paso más allá y dicen eso mismo. Uno de los sofistas antiguos, Gorgias de Leontino, decía "la verdad no existe. Si existe, no se puede conocer. Si se puede conocer, no se puede comunicar".
          Existen relativistas absolutos: "Nada existe". Y existen relativistas moderados: "Algo existe, existe la verdad, pero no se puede conocer". En la práctica, relativistas 'absolutos' y 'moderados' acaban en lo mismo.
          El tema es que el relativista moderado tiene una fuerte contradicción, que si te interesa la charlamos. ¡El otro está en contradicción las 24 hs. del día!

Alumna– Perfecto, entendido. Y una última duda –así ya no molesto más–; entiendo que se necesite el diálogo para que la verdad humana progrese, pero “la colaboración”, ¿qué función tiene en todo esto? Es que en la última parte del texto se habla del “diálogo y colaboración”. Y dice: “sin diálogo y sin colaboración no podrá crecer ni progresar la verdad humana”. Yo no logro entender mucho qué tiene que ver la colaboración en esto, ni de qué ni quién.

RESPUESTA: Por la misma razón que es fructífero el diálogo entre dos personas, poniendo en común las verdades que ambos conozcan, es fructífera también la colaboración que se da como consecuencia del diálogo. Es decir, en la conversación entre dos o más seres humanos se busca un fin común (la verdad de las cosas), meta a la que no se puede llegar en soledad.
            Se entiende “colaboración” en sentido amplio: cuando vos tomás un libro de un autor al que ni siquiera conocés y lo lees, él está colaborando con tu mente, justamente, para que vos descubras la verdad. Es decir, el diálogo NO ES un fin en sí mismo sino que es UN MEDIO para llegar a la verdad de las cosas. El diálogo es en sí mismo una colaboración.
           “Diálogo” tiene dentro el término logos, un término muy importante en la Filosofía. No hay diálogo sin logos. Hoy en día, muchos se llenan la boca de la palabra “diálogo” pero en realidad traicionan ese término, dado que no se ejercitan en la búsqueda de la verdad (del logos) y por lo tanto su acción oculta –y no revela– esas verdades.

           Espero haberte ayudado. Saludo atento.



sábado, 14 de mayo de 2016

Testimonio católico en universidades, profesorados y terciarios

Testimonio católico
en universidades,
profesorados y terciarios

Consideraciones sobre la eventual intervención en clase, en atención a ciertos contenidos contrarios a la fe o a otras verdades expresados por el docente a cargo


Entonces dije: ‘No lo voy a mencionar, ni hablaré más en su Nombre’.
Pero había en mi corazón como un fuego abrasador,
encerrado dentro de mis huesos:
me esforzaba por contenerlo, pero no podía.
Jeremías 20, 9

Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido
y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad.
El que es de la verdad, escucha mi voz.
Jn. 18, 37


ÍNDICE

¿Para quiénes escribimos ésto?
¿Por qué y para qué escribimos ésto?
Qué es la universidad
La primacía de la Verdad en la actividad académica
Qué es el docente. Su finalidad. Cómo enseña. Ni conductismo ni Piaget.
Naturaleza del principio de autoridad: participación de la autoridad de Dios.
La corrección: acto de caridad con el mismo profesor.
El alumno puede disentir con el docente pero… ¿debe expresar ese disenso?
Naturaleza de las presentes consideraciones: Virtud de la Prudencia
Con humildad, dispuestos a defender la verdad
Se puede intervenir en clase. ¿Según qué criterios?
Consecuencias
Enumeración y análisis de casos
La unión hace la fuerza
Humor y Alegría
Valorar los avances, aunque sean pequeños
Algunas preguntas que pueden estar en nuestra cabeza…
Conclusión









¿Para quiénes escribimos esto?

      Si vos sos una persona a la que le hierve la sangre cuando escuchás errores, mentiras, cosas que se dicen mal, ambigüedades que podrían ser culposas, etcétera, estando presente en el aula, estas páginas son para vos.
      Si sos una persona que se da cuenta que en la clase se dicen cosas que, sin llegar a ser mentiras o errores, constituyen inexactitudes e imprecisiones (las llamadas verdades a medias); si te das cuenta de eso, si lo ves con claridad, y percibís que “algo debería hacerse” para evitar que los estudiantes sean llevados a la confusión, entonces estas páginas también son para vos.
Si no te hierve la sangre pero te indigna, te molesta, te incomoda, te sentís mal… estas páginas también son para vos.
Si vos no sos esa persona y 1) te da igual lo que diga el profesor; 2) considerás que es tiempo perdido discutir en el aula; 3) sentís una indiferencia casi completa por la expresión “intentar que la verdad prevalezca”; 4) considerás que tenés mejores cosas que hacer; entonces, en cualquiera de estos casos, estas páginas no son para vos. Lo cual es una enorme pena. Lo siguiente que tenés que saber es que tampoco la Universidad es para vos; dado que la Universidad es, por definición, el espacio privilegiado para la búsqueda y el descubrimiento de la Verdad. Y si a vos te da igual escuchar una verdad o un error, entonces, quizás, debas replantearte si continuar esta cursada es tu vocación. Dice Romano Guardini:

La expresión más horrible de la violencia es que se le destroce al hombre su conciencia de verdad, de modo que ya no esté en condiciones de decir: 'Esto es cierto... eso no'. Quienes lo hacen -en la práctica política, en la vida jurídica y donde sea- deberían darse bien cuenta de lo que hacen: quitar al hombre su condición de hombre.

       A su turno, el gran Donoso Cortés pudo escribir:

para aquellas sociedades que abandonan el culto austero de la verdad por la idolatría del ingenio, no hay esperanza ninguna. En pos de los sofismas vienen las revoluciones, y en pos de los sofistas los verdugos[1].

Si la verdad es el alimento del intelecto, entonces no nos puede dar lo mismo que se afirme la verdad y que se afirme el error o, al menos, que se siembre la confusión. Algo hay que hacer: ser alumnos no nos exime de nuestra obligación, como católicos, de dar testimonio de la verdad.
Santo Tomás de Aquino dejó expresado que:

El intelecto es entre las cosas humanas aquello que Dios más ama[2].

Cómo amará Dios la inteligencia del hombre, si el intelecto humano –capaz de la verdad y del logos– es reflejo y participación del Verbo Increado. Y dado que todo amor genera un odio por aquello que es contrario, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que Cristo –Logos Eterno, Verbo Increado del Padre– odia inconmensurablemente la mentira y el error, tal vez de un modo que mucho nos cueste imaginar. Por eso es que el amor a la Verdad y a nuestro prójimo es –debe ser– el motor de las siguientes reflexiones y consideraciones. La mayor caridad con los demás está en decirles la verdad.
De lo anterior se sigue que no basta el conocimiento de la verdad, hace falta amarla. Este amor se manifiesta a veces en raptos de ira, dado que en este mundo existen muchas cosas contrarias a la verdad. Por eso es que del amor a Dios que los católicos tenemos brota, casi espontáneamente, la cólera ante todo aquello que contraría a Nuestro Señor, quien se llamó a sí mismo “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn. 14,6). Ese odio al error –nunca al que yerra– es también efecto del amor a la verdad. Más aún: porque amamos a la persona que está fuera de la verdad es que tenemos la obligación, aplicando la Virtud de la Prudencia, de hacer algo para no permanezca en ese estado. Caridad, Prudencia y santa cólera se conjugan así armónicamente.
Este deseo que todos los fieles atesoramos en el corazón se apoya en que fuimos creados “para” la verdad. Tenemos un deseo innato, un hambre por ella. Otra cosa no nos deja tranquilos, al menos a largo plazo. Queremos conocer, queremos saber, queremos entender porque el que entiende es feliz.
La estudiosidad es la virtud que modera el natural apetito de conocer. Como bien nos recuerda el Estagirita, “Todos los hombres tienden por naturaleza a saber”: fuimos hechos por el Logos y somos logos. Somos logos participadamente, claro. Creados a imagen de Dios, que es toda Verdad, toda Luz, toda Inteligencia:

La inclinación natural a la verdad, que está en el origen de la vida contemplativa, de la filosofía y de las ciencias, no puede ser evidentemente una inclinación ciega, pues la oscuridad no puede engendrar luz. Dado que se halla en la fuente de la vida de la inteligencia y le suministra sus primeros principios será preciso llamarla, más bien, «sobreluminosa», como una luz superior del espíritu que nos hace participar de la luz divina. Es tan luminosa en sí, que nuestra razón no puede contemplarla directamente[3].

Y cuando el hombre explora aquí, es cuando más siente su incapacidad para probar y demostrar todo: “Es absolutamente imposible demostrarlo todo, porque sería preciso caminar hasta el infinito” (Aristóteles). Yendo tras la raíz, pensando los fundamentos de su propia actividad intelectual, el ser humano se encuentra ante una Luz que no necesita justificación y que hace posible que nosotros justifiquemos todo. Luz indemostrable, signo de la participación de Dios en el hombre. Así le canta el poeta:

Llenas el universo y no te llena;
contienes toda cosa
y a ti ninguna contenerte puede;
quiere la mente ansiosa
el arcano indagar, y rota cede.

    La inteligencia humilde cede ante esa inaccesible luz para extasiarse y maravillarse en Aquella Belleza, Aquél Bien de la cual el hombre participa:

¡Oh sumo en fortaleza!
¿Cómo es tu nombre ignoto,
si en todo cielo y toda tierra brilla?
Es profundo... profundo
y a su profundidad ninguno llega.
¡Lejos está... muy lejos...
y toda vista ante su luz es ciega![4].

El Padre Castellani, a su turno, agrega:

La tarea principal del hombre es salvarse, y el hombre se salva por la Verdad (…) San Agustín decía que el peor mal del hombre es el error. ¿No es el pecado el peor mal de la tierra para el cristiano? San Agustín decía esta cosa enorme, que es el error. Pero Cristo no dijo “Yo soy la moral”, -dijo: “Yo soy la Verdad. La Verdad os hará libres”.

¿Por qué y para qué escribimos ésto?

Lo primero que corresponde es SITUARTE. Este artículo va dirigido a quienes cursan carreras tanto en instituciones terciarias como en universidades; está dirigido a quienes advierten, con mayor o menor claridad, las imprecisiones, errores o incluso mentiras, etc., que se vierten en las clases desde la palabra del docente. Lo más normal es que seas un hombre joven pero no descartamos en absoluto que peines alguna que otra cana o que ya no tengas más nada que peinar. En cualquier caso, esperamos que te sea útil: ya sea para vivir tu carrera, ya sea para saber qué decir y cómo decirlo a los que la están viviendo.
En la Argentina, la realidad universitaria está muy lejos de ser homogénea. Más bien, es todo lo contrario. Es muy difícil generalizar y acertar: debe distinguirse entre universidad de gestión privada o estatal, universidad católica o no católica, entre tal o cual carrera. No son todas lo mismo y abundan las diferencias. Incluso una misma carrera en una misma universidad puede diferenciarse de su equivalente como el día de la noche. Sin embargo, en cualquier caso –si hemos de ser fieles a la esencia de la Universidad– el fin absoluto de ella es la Verdad. La posesión de la Verdad es la que justifica y legitima toda enseñanza, sobre todo a este nivel.
Si asistimos voluntariamente a las clases –y lo es, dado que estamos en la mayoría de edad–, lo hacemos para conocer la Verdad de tal o cual disciplina: ya sea que esta verdad implique un conocimiento puramente especulativo, sea que suponga el dominio de la técnica correcta –la habilidad correspondiente– sobre tal o cual tema u objeto, etc.
Es sabido que existen carreras más y menos ideologizadas: si hablamos de la UBA, por ejemplo, cualquiera advierte que la facultad Filosofía y Letras no es igual que Agronomía. Sin embargo, en la medida en que existe un “piso común” (CBC, por ejemplo); en la medida en que existen materias de formación de pensamiento en la totalidad de las carreras; en esa medida, está en juego mucho más que una técnica o una mera habilidad. Está en juego una determinada cosmovisión y, por consiguiente, está en juego la Verdad.
Por lo tanto, la pregunta es: en el caso de que seamos concientes de que la palabra docente se aleja de la verdad (de la manera que sea), ¿podemos nosotros, estudiantes, intervenir y defender la Verdad en la universidad?

Si podemos hacerlo, ¿debemos?

Y si en algunos casos debiéramos hacerlo, ¿cómo sería esta intervención?

A estas preguntas intentaremos darle respuesta. Para justificar el presente planteo, es importante reforzar y tener presente algunos conceptos previos[5].

Qué es la universidad

La Universidad es el espacio privilegiado de la contemplación de lo que las cosas son. Vamos a la Universidad para aprender las verdades sobre la carrera que hemos elegido: derecho, medicina, filosofía, ciencias de la educación, de la comunicación, psicología, ingeniería… Es el espacio por excelencia de la verdad. De ahí que todo lo que se oponga a la verdad –sabemos que existen cuatro maneras de oponerse: error, ignorancia, confusión y mentira– es más grave dentro de la universidad que fuera de ella.
Etimológicamente, viene de uni-versus. En la universidad tiene lugar lo universal, lo que es válido en una multiplicidad de casos y no en uno sólo. Su razón de ser es una verdad capaz de ser aplicada en multitud de casos.
Esto no quiere decir –por supuesto– que el error no tenga importancia fuera de los claustros. Por supuesto que lo tiene. Pero es evidente que nuestra responsabilidad –puesto que de eso estamos hablando: de nuestra responsabilidad– en la rectificación de un error guarda relación con la circunstancia en que nos hallemos: ¿estamos igualmente obligados a rectificar un error pronunciado en un bar que un error pronunciado en el claustro? ¿Es lo mismo la circulación de una mentira sobre la Medicina en una conversación mantenida en un colectivo, que esa misma mentira dicha y enseñada desde la cátedra? ¿Tiene la misma gravedad la confusión generada en un chat que la fomentada por los docentes? Son consideraciones que es importante hacer, a fin de determinar si nosotros como católicos tenemos o no responsabilidad de intervenir. Y, llegado el caso, en qué grado.

La primacía de la Verdad en la actividad académica

Si se entiende bien este punto, casi nos animamos a decir que todo lo demás estaría encaminado. La Verdad es uno de los nombres de Dios. Más aún: es el Nombre de Dios, que de sí mismo no dijo “Yo soy la moral” sino “Ego sum veritas”, como dice el Padre Castellani en San Agustín y Nosotros. No somos nosotros los que poseemos la Verdad sino que debe ser Ella la que nos posea. En el Eclesiastés podemos leer una frase realmente magnífica: “Lucha hasta la muerte por la verdad y el Señor Dios luchará por ti”. Por tanto, es el mismo Espíritu Santo quien inspirando al escritor sagrado sostiene que el hombre debe combatir por las cosas como son. Por eso, sostiene el Padre Alberto Ezcurra:

Santo Tomás llega a decir por ahí que si uno, por espíritu cristiano, muriera por defender una verdad matemática sería mártir; es decir, no por las matemáticas ciertamente, sino porque si a uno le quisieran hacer decir que dos más dos son cinco en vez de cuatro y uno se negara a eso como cristiano, estaría negando una mentira[6].

La defensa de la Verdad en la universidad debe ser para un católico un capítulo de su vida, porque el deber de defender la Verdad incluye –ciertamente– pero también excede al claustro. ¿O acaso en la época del Eclesiastés existían universidades? Es evidente que la relación del hombre con la verdad no es instrumental sino constitutiva: la verdad es el alimento de su intelecto, la vida de su entendimiento. Necesita de ella como del agua. A ningún confirmado le es lícito reservar el testimonio de la verdad a los ámbitos en que ella sería fácilmente aceptada. Habría ciertamente una prudencia carnal en callar sistemáticamente la verdad católica u otras verdades porque se especula que, en el caso de decirlas, el creyente sería resistido o, incluso, podría perder algún tipo de beneficio.

Qué es el docente. Su finalidad. Cómo enseña. Ni conductismo ni Piaget.

      ¿Qué hay del docente?
      Es importante conocer el deber ser del profesor. Sólo conociendo lo que el profesor debería ser, estamos en condiciones de entender y juzgar correctamente al profesor que tenemos delante. Si la imagen que tenemos del docente es paupérrima, una clase paupérrima no hará mella en nosotros: es lo que esperábamos. Pero si nuestro concepto del docente es elevado, estaremos en condiciones de apreciar si hay una correspondencia. Y así podremos discernir con mayor sutileza qué debemos hacer y cómo debemos comportarnos ante un docente que –en alguna medida– se aleja de su esencia y razón de ser.
      El docente es un conductor, tal como la palabra latina lo indica. El verbo “conducir” –ego duco, yo conduzco– nos permite ingresar fácilmente en el significado de esta nobilísima vocación. Sin ir más lejos, la misma palabra “educación” incluye el término latino. El docente es el conductor del alumno y debe conducirlo a los manantiales de la Verdad; una Verdad que debe primero contemplar él mismo para así estar en condiciones de transmitir a los demás. Sin embargo, en esta conducción, el hallazgo de la verdad es una acción propia del alumno y no del maestro. El docente pronuncia los signos de las cosas –las palabras– y es el alumno el que –comparando la palabra que escucha con la palabra que en su mente ya habita– puede apreciar si lo que el docente le dice es compatible con lo que él ya sabe. Y entonces, se aventura a nuevas conclusiones.
Lejos tanto de una visión conductista del conocimiento como también de una postura constructivista (Piaget), el modelo de educación católica no es otro que el de Acto–Potencia: la inteligencia del alumno, en potencia de conocer la verdad, llega al acto ejercitándose ella misma pero gracias a la actualidad que el maestro le participa. En su obra llamada De Magistro, San Agustín explica magníficamente esta realidad. Santo Tomás también retoma el asunto en la Suma Teológica. Siguiendo al Aquinate, diremos que las palabras no son causa suficiente o total de la enseñanza –esto es, de la captación del significado– sino que son causa coadyuvante. Son “condición” de la captación del significado, pero no condición suficiente aunque sí necesaria. Observando esto[7], San Agustín concluía que el aprendizaje era producido por un Maestro Interior que obraba en nosotros a partir de esos elementos preparatorios: las palabras. Aquinas nos dice al respecto:

el hombre que enseña ejerce únicamente un ministerio externo, lo mismo que el médico cuando sana. Pero así como la naturaleza interna es la causa principal de la curación, la luz interior del entendimiento es la causa principal de la ciencia. Ambas cosas proceden de Dios. Así como se dice de El: El que sana todas tus enfermedades (Sal 102,3), también se dice: El que enseña al hombre la ciencia (Sal 93,10), en cuanto que llevamos impresa en nosotros la luz de su rostro (Sal 4,7), por la que se nos manifiestan todas las cosas[8].

El aprendizaje no queda reducido a una “construcción” (Piaget) ni a un mero depósito extrínseco, como lo cree el conductismo. Es una realidad mucho más rica. Los grandes doctores aprecian con claridad que no es el maestro y ni siquiera sus vocablos, sus palabras, las que en cuanto tales enseñan; aquél que habla, que pronuncia un discurso lo que hace –y es todo lo que puede hacer, que no es poco– es disponer al entendimiento de quienes lo escuchan a comprender el significado de sus palabras. Es por eso que:

El maestro no produce en el discípulo la luz intelectual; no produce tampoco directamente las especies inteligibles, sino que por la enseñanza mueve al discípulo para que él, por su propio entendimiento, forme las concepciones inteligibles, cuyos signos le propone exteriormente[9].

Naturaleza del principio de autoridad: participación de la autoridad de Dios

      Evidentemente que, en clase, la autoridad es el docente.
A él y no a los alumnos le corresponde explicar los contenidos, preparar el temario, pensar los exámenes, responder preguntas, etc. El espíritu de este trabajo se encuentra muy lejos de esa engañosa horizontalidad que rige en muchas universidades públicas en donde se pretende que el alumno sea “el par” del docente. Si esta demagogia llegase a cubrirlo todo, no estaríamos ya ante un aula universitaria sino frente a un antro, cuyos efectos no pueden ser sino el desorden y la anarquía.
      Es necesario resaltar que todo docente merece respeto y que la defensa de la Verdad supone e incluye el respeto a la autoridad, porque toda autoridad –en cuanto tal– no es sino participación de la autoridad divina. Así lo dijo el mismo Cristo a Pilatos (Jn. 19, 11), con palabras inmortales:

Tú no tendrías sobre mí ninguna autoridad, si no la hubieras recibido de lo alto.

En el docente que está en el error o en la confusión –o incluso en la mentira–, lo que en él existe y es bueno –su autoridad–, existe “a pesar” de sus errores. Si fuese legítimo resistirle, se le resistiría en tanto se aleja de la verdad, es decir, en tanto induce a las inteligencias al error; sin embargo, es importante puntualizar que en tanto haga un uso legítimo de su autoridad no se le debe resistir.
Por poner un caso bien claro, podría plantearse la posibilidad de una resistencia legítima respecto de lo que el docente enseña. Pero no en relación a la fecha de tal o cual examen.
Sería un abuso, por lo mismo, resistir al profesor –ya en la Universidad, ya en el Nivel Secundario o Primario– por el hecho de que imparte disciplina.
Evidentemente, sería una hipocresía pretextar “una defensa de la Verdad” y una “resistencia al docente” para discutir 2 o 3 puntos en un parcial.
Estamos hablando de otra cosa. Y más aún: mientras más impecable sea nuestra actitud en relación a lo que en el docente hay de legítimo, con mayor autoridad moral podremos preguntarnos si –llegado el caso y luego de una atenta observación y un prudente análisis– podemos o debemos impugnar los errores o desaciertos vertidos en clase.


La corrección: acto de caridad con el mismo profesor

      Enseña el Catecismo que una de las obras de misericordia espirituales es “corregir al que se equivoca”. La corrección, por tanto, es un acto de amor: se lo corrige al otro para que sea mejor. Se corrige al otro porque no nos da lo mismo que obre mal y porque él no parece darse cuenta de su falla.
En el acto de la corrección se plantea, sin embargo, otro elemento esencial: el acto de corregir pertenece en primer lugar a la autoridad competente. Es decir, a las autoridades universitarias que están por encima del profesor. Estrictamente hablando, no pertenece al alumno la facultad de “corregir” al docente. El alumno no tiene el derecho para hacerlo en tanto alumno.
Antes de entrar en la cuestión de fondo, observemos algunos elementos concretos.
Esta cuestión no puede menos que encararse desde presunciones. Presunciones que alguien podrá poner en tela de juicio, naturalmente, pero que para poder sostener lo contrario deberá probar.
Primera presunción: el docente cree en lo que dice a sus alumnos.
Segunda presunción: la universidad conoce mínimamente la trayectoria y el pensamiento del docente.
Tercera presunción: el docente que ocupa ese cargo fue la mejor opción que las autoridades universitarias tenían.
Todos estos elementos implican que, a priori, las autoridades de la universidad (cualquiera sea) razonablemente no tienen una afición a rever sus decisiones ni sus nombramientos. Precisamente tienen personas trabajando para que sean ellos, y no las autoridades, las que dicten esos contenidos. Esto nos lleva a la conclusión de que, salvo que el docente cometa un acto innegablemente reñido con la ley o con la moral, es extremadamente difícil que la universidad lo desautorice: sería una forma de desautorizarse a sí misma.
Un punto esencial es que las clases de los docentes no suelen ser observadas por las autoridades de la facultad. Los conductores de las instituciones leen, en el mejor de los casos, un libro de temas que es una escuálida imagen de los contenidos de la cursada. Si se diese el caso de errores o imprecisiones pronunciadas desde la cátedra; y un alumno católico –con todo su candor– descansase en la presunción de que “No hace falta que yo lo corrija, aunque yo sepa que es un error, porque esto es un deber de la universidad”, tal alumno puede apostar que la reivindicación nunca llegará. Puede discutirse si es lo ideal o no. Pero lo cierto es que las autoridades de una universidad o no tienen el tiempo o no consideran necesario algún tipo de vigilancia sobre los contenidos. Si creen en la libertad de pensamiento, depositan en el docente plena autonomía de criterios. Si son relativistas, les bastará con que el profesor explique las cuestiones técnicas. En uno u otro caso, salvo excepción, todo indica que si la acción restauradora no se inicia en el alumno –que es el que escucha al docente– la misma no tendrá nunca lugar.
Ahora bien, dado que “la verdad tiene todos los derechos y el error no tiene ningún derecho”[10], respondamos a la pregunta inicial: ¿Puede un alumno que está en la verdad corregir a un docente que está en el error? A la luz de la auténtica doctrina católica, la respuesta es evidente: puede. Es lícito a un alumno corregir y/o reconvenir –respetuosamente, por supuesto– a un docente. Sin embargo, no desconocemos que esta distinción puede ser leída o interpretada como un “cheque en blanco” dado a los alumnos católicos para “extralimitarse” en sus derechos. Es por eso que caben más puntualizaciones.
Se entiende que la situación ideal no es la de un alumno que se ve obligado a corregir a un docente. Sin embargo, parece fuera de toda duda que un docente que en algún punto no sea idóneo puede –sólo de manera extraordinaria– ser reconvenido, resistido o corregido por un alumno idóneo. Y esto es así porque la idoneidad no surge del título habilitante ni tampoco del ejercicio efectivo del cargo.
Es importante diferenciar, por supuesto, entre corregir y resistir. La corrección supone que el alumno se declara explícitamente poseedor de un conocimiento. “Profesor, éso que Ud. dice no es así. Yo sé cómo es. Es de esta manera”. La resistencia al error, sin embargo, podría ser un paso intermedio y –de acuerdo el caso– necesario. Se puede resistir un error haciendo preguntas en clase, formulando respetuosamente objeciones, presentando preguntas retóricas que amablemente sean indicativas de los puntos frágiles, etc. Lo veremos más adelante, cuando entremos en detalle.
Practicar una vida académica de esta manera no puede ser denominado una “corrección” al docente sino simplemente un manifestar, explícita o indirectamente, las diferencias que se tienen con él. Y ésto es un derecho del alumno: el alumno puede expresar pública y respetuosamente las diferencias que tiene con el docente. Es importante ver que la corrección a la autoridad, incluso siendo un acto de caridad, puede estar precedida por una resistencia a ciertas expresiones.

El alumno puede disentir con el docente pero… ¿debe expresar ese disenso?

Entrando en una cuestión más fina, quedó asentado en el punto anterior que el alumno puede disentir con el docente e incluso corregirlo. Ahora bien, la pregunta que surge es la siguiente. Siendo que “puede” disentir, ¿debe hacerlo?
Que pueda disentir es un hecho. Ante la palabra del profesor, el alumno la juzga y rápidamente evalúa: “Estoy de acuerdo”, “No estoy de acuerdo”, “Suspendo el juicio”.
Ahora bien, ¿puede el alumno manifestar su desacuerdo? ¿De qué manera?

Naturaleza de las presentes consideraciones: Virtud de la Prudencia

      Ninguna de estas consideraciones se puede hacer sin tener en cuenta una de las más grandes virtudes, sin la cual las demás no son tales. Y esta virtud es la Prudencia. La Prudencia nos indicará si, pudiendo manifestar la verdad al docente, estamos –en tal lugar y en tal clase– MORALMENTE OBLIGADOS a hacerlo. La consecuencia en principio es sencilla: en algunos casos estaremos obligados y en otros casos no. Por lo tanto, se extraen dos conclusiones:

·         Es falso sostener que en todo momento y en todo lugar un alumno, advirtiendo que el profesor enseña/difunde/propaga/sostiene algún error –o induce a los mismos, sea por ambigüedad, por limitaciones propias, etc.– se deba siempre resistirlo, corregirlo, discutirle, etc. Luego veremos de qué tipo de resistencia estamos hablando.

Subrayamos: en todo momento, en todo lugar.

·         Es igualmente falso sostener que ningún alumno, en ningún momento y en ningún lugar, tenga el deber de resistir los errores y/o imprecisiones del docente.

Subrayamos: en ningún momento, en ningún lugar.

Quizá parezca que no hemos avanzado mucho. En realidad, hemos avanzado bastante. El motivo es difícil de decir pero creemos que expresarlo es muy necesario. Suele haber mucha tibieza, mucha especulación, mucho cálculo humano y poca entrega. Nos quejamos de la falta de fe y de esperanza pero a veces, entre los próximos, hay gente que -nos demos cuenta o no- la promueve. No faltan consejeros de jóvenes e incluso sacerdotes que, habiéndolos formado muy bien en los años del Secundario, sumergen luego a sus chicos en una inexplicable contradicción. ¿Cuál sería esa contradicción? La que brota de consejos como éste: “En la Facultad o en Universidad vas a escuchar muchas cosas con las que no vas a estar de acuerdo. Lo que vos tenés que hacer es decir a todo que SÍ, callarte la boca, ponerle al profesor lo que quiere escuchar, recibirte de lo tuyo y luego predicar la verdad, título en mano”.
Es el típico consejo del No te metás. Este consejo, más allá de las intenciones con las que se dice o puede decir, es gravemente inmoral. Pulula mucho más de lo que creemos. Un atento análisis no puede hacer otra cosa que descalificarlo con durísimos rótulos. En la Catena Aurea, Santo Tomás de Aquino cita a Beda, el cual –comentando un pasaje de San Lucas– escribió:

Quien menosprecia los derechos de la caridad y de la verdad, menosprecia al mismo Cristo (que es la verdad y la caridad misma)[11].

La Virtud de la Prudencia no se practica mediante cálculos mezquinos sobre cómo no quedar ni demasiado extremo en un lado ni en otro. Prudencia no es equilibrismo. Al contrario, este hábito resplandece en tanto tenga lugar como la recta razón en el obrar: dice esencialmente una vinculación con la inteligencia y –por ella y en ella– a la verdad, la cual es convertible con la justicia, pues decir la verdad es una cuestión de justicia. De ahí que Santo Tomás apunte un criterio diferenciador entre esta virtud y su parodia:

la prudencia de la carne y la astucia, juntamente con el engaño y el fraude, tienen alguna semejanza con la prudencia por el empleo que, a su modo, hacen de la razón. Ahora bien, el uso de la razón recta, dentro de las virtudes morales, destaca sobre todo en la justicia, que radica en la voluntad. Por lo mismo, el uso indebido de la razón destaca también en los vicios opuestos a la justicia. El más opuesto a ella es la avaricia…[12]

Para evitar la falsa prudencia, es importante entonces tener en cuenta que, como sostiene Josef Pieper, “Jamás podría darse la virtud de la prudencia sin una constante preparación para la autorrenuncia, sin la libertad y la calma serena de la humildad y la objetividad verdaderas”[13].
Si llegado el caso, luego de un atento examen, la conclusión que brotase del mismo fuese la decisión de no intervenir en clase, ciertamente el alma del católico quedaría en paz con su conciencia. Ahora bien, un signo de que está ejerciendo una auténtica prudencia sería el lamento interno y el dolor por el hecho de que la verdad esté siendo atacada o, al menos, mal ilustrada.
Esto es muy importante, porque un indicio de nuestra rectitud de espíritu pasa por aquí: ¿Nos duele ver a la verdad negada o desdibujada? ¿Anhelamos su restauración? Si llegamos a la conclusión de que es prudente callar, ¿arribamos a esta decisión dolorosamente? ¿O acaso respiramos aliviados por el hecho de haber “encontrado motivos” para no intervenir, ya que así evitamos el disgusto de confrontar con el profesor? ¿Tenemos predisposición al sacrificio? ¿Vivimos con desprendimiento no sólo de las cosas materiales sino de la fama? ¿O nos importa demasiado el “qué dirán” de nuestros compañeros? ¿Nos sentimos a gusto en un terreno donde “descubrimos” que arriesgarse no es necesario? ¿Tenemos vocación de confesores de la verdad? ¿Ayudamos a quienes la están confesando o procuramos distanciarnos o incluso diferenciarnos de ellos? Que encontremos comodidad en nuestra ignorancia –ya que, evidentemente, a mayor conocimiento, mayor responsabilidad– es un mal signo. Que sistemáticamente brillemos por la ausencia en la defensa de la verdad también es un mal signo. Si, por el contrario, nos duele haber llegado a la conclusión de que no es prudente intervenir; si aceptando no intervenir ahora, nos preparamos para hacerlo en otro momento, entonces ésto es un signo de que nuestro espíritu es recto. Sólo así la prudencia será virtud y no una cobarde racionalización.

Con humildad, dispuestos a defender la verdad

Para evitar el celo amargo y el espíritu contencioso, es importante que estemos atravesados por una gran virtud: la humildad. Dice el Abba Antonio: “Vi todas las redes del enemigo desplegadas sobre la tierra y pregunté gimiendo: «¿Quién puede pasar a través de estas trampas?». Entonces escuché una voz responderme: «La humildad»”.
La humildad fortalece en el hombre la conciencia de que la verdad por la cual juzgamos las cosas buenas o malas, bellas o feas, no proviene de nosotros; lo mismo se diga de la fuerza constrictiva de la verdad. Este vigor que se hace patente en la polémica –a fin de persuadir y defender la vera doctrina– no significa en ningún caso y de ninguna manera que el hombre como tal sea invencible. Es la Verdad de Dios la que no puede ser vencida. Federico Mihura Seeber amplía en un excelente artículo esta enseñanza:

«doblegar» al adversario en la polémica, y vencerlo, no significa someterlo a un poder extraño, sino hacer que él mismo: «se vea forzado a aprobar otras cosa que (antes) había negado…». Pero reténgase sin embargo, de esta cita, la fuerza de la expresión: que el adversario se vea forzado. Y «forzar» es, ciertamente, «vencer o doblegar una fuerza contraria». Sólo que, en el caso de la victoria argumental, este «forzamiento» no es sino el reconocimiento inevitable de la necesidad racional; y esto último es el testimonio de la dignidad suprema de la Verdad [14].

Esta necesidad racional es tan verdadera, que se manifiesta incluso en las concepciones erróneas, de forma tal que ellas conforman verdaderos sistemas de negaciones. Paradójicamente, aquellos que rechazan este discipulado en lo que las cosas son, se convierten en maestros del error, porque no supieron ser discípulos de la verdad (San León Magno).
Para aprender la verdad, debe estarse más dispuesto a escuchar que a otra cosa. Esto era practicado formalmente por la escuela platónica: durante los dos primeros años los alumnos asistían a las clases de Filosofía sin autorización para emitir palabra. Es que la iniciativa no está en nuestra razón que, primero, critica; la iniciativa se halla en la realidad que nos deslumbra, actualizando al entendimiento y moviéndolo a la admiración.
¿Qué implica entonces ese escuchar a las cosas? Pieper lo explica claramente:

percibir quiere decir callar. «Aunque se ha expresado ya muchas veces, no perjudicará volver a decirlo un vez más» (Platón, Gorgias 508d): sólo lo que es en sí invisible, es transparente, y solo el que calla oye. Y, además, cuanto más radicalmente se dirige al todo la voluntad de oír, tanto más profundo y perfecto debe ser el silencio.

Escuchar las cosas es equivalente al acto de filosofar. ¿Y qué es entonces filosofar? Dice el filósofo alemán que filosofar es “oír en forma tan absoluta y total, que este silencio que oye no se vea perturbado ni interrumpido por nada, ni siquiera por una pregunta”[15].
Tenemos un ejemplo de lo dicho en el diálogo platónico “El Banquete”; como siempre, Sócrates interpela a su interlocutor hasta hacerlo admitir sus inexactitudes y contradicciones. Agatón, de él se trata, es llevado a la aporía pero tiene la humildad suficiente para –en el medio del calor propio de toda discusión– admitir la superioridad de su maestro:

–Reconozco, Sócrates –confesó Agatón–, que no soy capaz de sostener una controversia contigo. No insistamos, pues, y sean las cosas como tú dices.
–¡No, amiguito, no! –exclamó Sócrates– Es contra la verdad contra quien no eres capaz de controvertir, pues contra Sócrates no es difícil, créeme[16].

El Filósofo se hallaba perfectamente conciente de que la fuerza y el vigor argumentativo con el que conmovía y persuadía a sus interlocutores no provenía de habilidad o mérito suyo, sino de la luz de la Verdad. Con palabras bautizadas, el obispo de Hipona pudo decir lo mismo con ocasión de su réplica a Juliano: “Medita ahora, te ruego: déjate provechosamente vencer por la Verdad”[17].

Se puede intervenir en clase. ¿Según qué criterios?

Como la palabra imprudente arrastra al error,
el silencio indiscreto deja en el error
a aquellos que podían haber sido instruidos[18].
San Gregorio.

           Sin pretender agotar las consideraciones, veamos algunos de los criterios que conviene tener en cuenta.

–El auditorio. ¿Se debe considerar el efecto ante el auditorio? ¿Qué elementos?

Es importante tener en cuenta que cuando uno habla, habla para el profesor –ciertamente– pero también para los compañeros. Porque si no fuera por ellos –mis compañeros, de quienes supongo que no conocen la verdad y que pueden ser confundidos por el docente o, al menos, confundidos como consecuencia de las limitaciones del profesor– mi intervención tendría menos valor. Por lo tanto, si se interviene en clase es importante hacerlo bien. ¿Qué significa “hacerlo bien”?
           Entre otras cosas, significa:

  • Estar seguro de que se ha entendido bien al docente;
Aquí se trata no sólo de lo que se dice sino de lo que hay detrás. No sólo de lo que se oye exteriormente sino del significado invisible. Hemos presenciado, muchas veces, ideas verdaderas, intenciones honestas bajo un ropaje lingüístico deficiente. En estos casos, si atendemos al aparato lingüístico encontramos –ciertamente– objeciones. Pero si atendemos a las ideas, encontramos coincidencias.
Lo ideal es, por tanto, establecer como punto en común las coincidencias conceptuales. Y luego ir confluyendo en un mismo lenguaje. Esto tiene una importancia enorme: si el otro habla nuestro lenguaje, estamos avanzando. Si hablamos el lenguaje del otro, estamos retrocediendo. Para asegurarse de que se ha entendido bien al docente es útil formularle una pregunta.

  • Estar seguro de que el docente ha dicho, efectivamente, un error o que induce a algo que sin dudas es un error;
Puede ocurrir que mi formación aún no sea lo suficientemente sólida y que, por tanto, haya muchas cosas que desconozca. Puede ser que el profesor presente una verdad en forma paradojal y, por tanto, que genere la sensación de que estoy delante de algo falso.
Lo mejor, como siempre, es no adelantarse. Si no se está seguro del significado de lo que se enseña, una alternativa puede ser re-preguntar al docente para inducirlo a que defina exactamente lo que quiere decir. Y, una vez definido, tomar la decisión de ver cómo seguir en clase. Si mi formación es demasiado básica, conviene extremar la prudencia.

  • Estar seguro de lo que se va a decir;
Uno no debe improvisar. Ayuda, por tanto, que uno escriba lo que quiere decir. No se puede levantar la mano o pedir la palabra sin un propósito claro de lo que quiere sostener.

  • Intervenir respetuosa pero firmemente;
Se aplica en esta ocasión el famoso dicho: Lo cortés no quita lo valiente. Puede haber respeto y, no obstante, asentar con claridad una objeción, una pregunta retórica, una reserva, un comentario que pretenda equilibrar la balanza, un aporte, etc. Lo importante es encontrar el modo adecuado.

  • Plantear una pregunta;
Muchas veces, el sólo planteo de un interrogante suele considerarse un modo sutil y cortés de manifestar –veladamente– una diferencia. Formular la interrogación tiene la virtud de no poner al descubierto el error o la fragilidad del argumento ajeno. Asimismo, la pregunta no despierta –como sí lo hace la objeción lisa y llana– los mecanismos naturales de alarma y autodefensa. Preguntar al docente es propio del alumno. Todo se vuelve más llevadero si se hace preguntas, aún tratándose de aquellas que por vía indirecta sepamos que no coinciden con la mente del docente o que, quizás, enfatizan verdades que el docente no ha negado pero que no ha declarado frontalmente.
Si se manifiesta que la vía de las preguntas no hace mella en el docente, puede pasarse –agotada esta instancia– a un grado de resistencia más directo. Es importante no confundir cortesía y sutileza con diplomacia, como también no sería justo identificar diplomacia con hipocresía.

  • Formular una objeción con lógica y rigor;
Lo que uno vaya a decir tiene que tener consistencia. Nunca puede ser algo poco elaborado. Hay que tener conciencia de que en ese momento, si la verdad está siendo atacada o al menos ocultada en lo esencial, somos los defensores de ella. No nos podemos dar el lujo de hacerlo mal. Para eso es preciso formarse constantemente. Quienes aleguen no defender la verdad porque no tienen formación, deben movilizarse para conseguirla. No vale decir “No sé” pero después nunca prepararse.

  • Escuchar con atención la respuesta que el docente nos da;
Es posible que seamos nosotros los que estemos equivocados. Es posible asimismo que el docente, en la misma respuesta, aclare lo que antes había quedado impreciso. Y que, luego de esa aclaración, no tengamos nosotros razones para cuestionarlo o siquiera importunarlo. Si hemos intervenido de buen grado, con amabilidad, no será difícil aquietar nuestro espíritu en el caso de que –aclarado el punto– lo que al principio creímos que era un error, se manifieste luego como verdadero. Si hemos intervenido abrupta o intempestivamente, si le declaramos la guerra, en cambio, la “marcha atrás” nos va a costar mucho más. Y dejaremos en ridículo el argumento que pretendíamos sostener.
Un buen docente agradecerá intervenciones de este tipo, que le dan la oportunidad de ser más específico y enseñar mejor.
Quizá alguien pueda poner como reparo que no está en condiciones de hacer ésto. Podemos responderle que, tal vez, no cuente con la totalidad de estos requisitos (prudenciales, insistimos; requisitos que, quede claro, este trabajo de ninguna manera pretende agotar). Quizás no cuente con todos los requisitos. Pero que seguramente cuente con algunos. Será cuestión, por lo tanto, de ejercitarse en este arte de la comunicación.

Consecuencias de lo anterior

           Si hay requisitos para defender la Verdad, entonces es falso que la Verdad pueda ser defendida “de cualquiera manera”. Aunque es cierto que nadie propone, teóricamente, defender la Verdad “así como así”, es más bien en el terreno de la práctica en donde podemos fallar por descuido, improvisación, impaciencia, falta de experiencia, etc. Fallamos porque somos seres humanos, no porque seamos seres perversos que queremos alejar al interlocutor del manantial de la realidad. Sin embargo, el punto es que –poseyendo el ardor por la Verdad– podemos cometer errores; si así fuese, lo que hay que corregir son esos errores (y no mitigar ese ardor).
           Simple. Sin autoculparse excesivamente pero tampoco sin estancarse en formas o vicios adquiridos. Todos tenemos mucho por aprender. Quizá muchos de estos vicios tengan relación con la falta de la Virtud Cardinal de la Fortaleza.

Algunas actitudes que deben evitarse en la defensa de la Verdad:

–Falta de medida en la reacción: si el profesor está hablando en un tono normal y uno pega un grito y reacciona, ha roto la “proporción”.

–Falta de gradualidad en la reacción: si ante el primer error del profesor, un católico responde: “si Ud. mantiene su posición, me voy del aula”, probablemente es mucho para una primera aproximación.

–Sorna e ironía: si el comentario u observación destila un tono burlón, probablemente el profesor tenga menor disposición a escuchar lo que realmente quiero decir. Esta reacción es instintiva y humana.

–Falta de seguridad: como se ha dicho antes, si uno no está seguro de que el docente está afirmando algo contrario o distinto o al menos lesivo de la Verdad, debe asegurarse antes de practicar cualquier tipo de resistencia y/o corrección (desde la mera interrogación hasta el liso y llano cuestionamiento). De lo contrario, uno puede con la mejor de las intenciones generar un mal cuando lo que quería era, precisamente, hacer un bien.

–Falta de respeto al profesor: si la respuesta no se limita al tema en cuestión sino que aprovecha e incluye alguna palabrita como “me parece una idiotez esa posición…” o “el que diga tal cosa es un loco…” no se puede esperar una respuesta tranquila.
No conviene a la defensa de la Verdad tales adjetivaciones innecesarias. Los profesores son muy celosos de sus clases: rápidamente, la defensa de una cuestión objetiva y fundamental puede convertirse en la disputa de dos egos que buscan reducirse el uno al otro. Y esto también conspira contra la naturaleza de la enseñanza.

–Cuidado con el espíritu contencioso: espíritu contencioso es el espíritu de pelea. La afición a pelear por pelear, discutir por discutir.

–Evitar toda torpeza. La defensa de la Verdad debe ser inteligente.

Enumeración y análisis de casos distintos

           Para que veamos la diferencia que puede haber entre una Universidad y otra, entre unos claustros y otros, deseamos enumerar una serie de casos que –a nuestro humilde juicio– admiten distintos tratamientos. No pretendemos agotarlos y rogamos al lector interesado que se comunique para ofrecernos los que no estén contemplados en este trabajo.
           Veamos:

---Cuando el profesor se equivoca ocasionalmente; si se trata de un buen profesor que de manera eventual afirme un error o cometa una imprecisión, puede caber el recurso de esperar que termine la clase, acercarse en privado y señalárselo amablemente, sea por vía directa o indirecta. Esta posibilidad está también condicionada por el espíritu de recepción y de escucha que se advierta en él.

---Cuando el profesor se deja abordar en privado y se manifiesta comprensivo ante las correcciones; es el caso anterior. Si advertimos que tiene la sensibilidad para ello, quizá se avance mucho más en privado que en público. Y si el profesor, en la siguiente clase, rectifica uno de sus errores, entonces hemos ganado un docente.

---Cuando el profesor se equivoca sobre temas que el alumno no conoce en profundidad; evidentemente, no hay aquí una responsabilidad del alumno de intervenir. Mucho menos, de objetar. ¿Cómo objetará lo que no conoce? Si lo hiciese, quizá dejaría malparada la misma causa que pretende defender.

Sin embargo, sí queda como obligación del alumno: 1) anotar los temas que no sabe; 2) buscar una respuesta más tarde, para no quedar “pagando” la próxima vez. Asimismo, puede formular una pregunta para precipitar la aclaración del profesor.

---¿Intervención como discusión o como pregunta?; es un recurso muy importante, ya comentado. Se puede formular una pregunta que obligue al docente a precisar lo dicho; se puede formular una pregunta que ponga en evidencia alguna premisa implícita que el docente dio por sentado pero que, ahora, no tiene más remedio que demostrar o, al menos, exhibir.
Es un recurso preferible a la discusión y a la corrección, puesto que la manifestación explícita de la diferencia es una situación que –por lo general– no es deseada ni deseable por el docente. Las alertas se encienden. El ambiente se tensa. Es algo natural. Varias preguntas sugerentes pueden, no obstante, desembocar en la objeción lisa y llana (si ya no hay otro remedio). Pero como herramienta intermedia es indispensable. Hace a la estrategia y a la cortesía: la pregunta inteligente es tomada como un obsequio de la sutileza del alma.
Esto no significa desechar el recurso a la oposición lisa y llana. Sólo tener en cuenta, como medida gradual, esta perlita del estilo indirecto.

---Cuando el profesor admite de buen grado una discusión en clase; no es algo común pero puede pasar. Si se sabe ésto con anterioridad, entonces se debe ir bien preparado. En tal caso, es indispensable evitar por todos los medios cualquier referencia irónica o adjetiva de la posición del docente: es un debate intelectual y lo único que debe interesarnos es la Verdad.

           Luego tenemos diferentes casos. Como no pretendemos agotar el tema, nos limitamos a describirlos. Aquí están:

---Cuando el profesor no admite de buen grado una discusión en clase;
---Cuando el profesor no sólo no admite de buen grado la discusión sino que intenta imponer el error a fuerza de descalificaciones;
---Cuando el profesor se equivoca en cuestiones menores;
---Cuando el profesor se equivoca en cuestiones importantes;
---Cuando el profesor se equivoca en cuestiones importantes pero acierta en otras cuestiones que también lo son;
---Cuando el profesor se equivoca regularmente;
--Cuando el profesor, abordado en privado, se mantiene en sus dichos pero admite que aunque él no los comparte, existen otros enfoques; en tales casos, se le podría sugerir a este docente que al menos mencione, frente al aula, los enfoques distintos al suyo. Más aún: que en la bibliografía de la materia incluya algún texto representativo del mismo. Todo eso sería una victoria.
---Cuando el profesor se manifiesta como enemigo declarado de la Verdad.

La unión hace la fuerza

    Si en el aula hubiese varios amigos o compañeros que piensan católicamente, es INDISPENSABLE que se unan en la defensa de la Verdad cuando la misma esté siendo negada, ocultada o distorsionada. Es propio de la cobardía y la mediocridad abandonar al amigo o al compañero en esta empresa.
Puede ocurrir el caso, no obstante, de que no se comparta “el modo” en que otros defienden la Verdad y que, por este motivo, la persona no desee verse involucrada en formas o tonos que no ha elegido.
¿Cómo saber si esto es una excusa o una realidad? ¿Hay algún modo? Si ésto es sólo una excusa se tornará manifiesto de una manera muy simple: ellos no la defenderán, ni de tal manera ni de otra. Es un desorden grave y conduce a la tibieza el sistemático silencio en la defensa de la Verdad por el temor mundano a quedar pegado a los modos de un compañero.

Humor y Alegría

          La defensa de la Verdad no puede ser hecha desde la tristeza.
No conseguir rápidamente resultados no es algo que pueda desanimarnos. Todo lo contrario. Debemos estar alegres y siempre defenderla, incluso con humor. Recemos por nuestro profesor.

Valorar los avances, aunque sean pequeños

           Es muy probable que –sobre todo al principio– no podamos torcer o enderezar una clase o un determinado curso de enseñanza. Sin embargo, cualquier avance o adelanto –por pequeño que fuese– debe ser valorado. Si conseguimos que un docente que sólo presentaba una postura incluya, honesta y responsablemente, la presentación de la otra… algo se ha avanzado. Si se ha defendido la verdad, aunque no convencido al docente… algo se ha avanzado; puesto que, como dice Pieper, “cada vez que afirmamos una verdad, el Reino de la Mentira retrocede”.
Hay que evitar la impaciencia y la debilidad, según la cual ningún resultado nos conforma.



Algunas preguntas que pueden estar en nuestra cabeza…

–¿La discusión con el profesor violenta el principio de autoridad?

Si la discusión se mantiene dentro de los cauces razonables, no, no la violenta. Porque, ante todo, cabe subrayar que la reacción y la defensa de la Verdad que aquí se propone es por amor a la vocación del docente, por amor a la misma persona que está en el error. Es decir: es para recordarle a él que debe ser transmisor de la Verdad y no de otra cosa. Dicho de otro modo: no sólo es verdad que entrar en controversia con el docente NO violenta su autoridad. También es verdad que aquellos a quienes no les importa si el docente dice la verdad o no, aquéllos son los primeros que mancillan la autoridad del profesor. Y la mancillan desde su fría indiferencia.

–¿Podemos lícitamente no defender la verdad “en materia histórica”, la cual al fin y al cabo no es tan importante como la verdad “en materia religiosa”? Creo que en el primer caso no hay que reaccionar.

Grave error, dado que tanto la verdad histórica como la verdad religiosa participan de la Verdad. Lo que define que yo reaccione por una o por otra está ligado a otras consideraciones –las que hemos visto en este artículo– y no al hecho de que se trate de una verdad histórica o una verdad religiosa.

           Por lo demás, si no hemos ejercitado el ánimo y el temple a la hora de defender la verdad histórica, ¿estaremos en condiciones psicológicas y morales de defender la verdad religiosa? Difícil.

–“Toda discusión es mala y nunca se llega a nada, nadie nunca cambia de opinión”.

Posición pesimista. Recuerda la fábula de Esopo del zorro y las uvas. El zorro se acerca a la vid, se estira, intenta pero no llega. Y entonces, despechado, dice “Esas uvas estaban verdes”. Cuando no queremos hacer algo, siempre encontramos excusas para decir que no tiene sentido hacerlo.
No es extraño que esos alumnos que nunca quieren discutir porque “es inútil” sean los primeros en discutir la nota del parcial o del final.

–“Mientras el profesor no diga abiertamente ninguna barbaridad, no hay por qué reaccionar”.

Justamente, los errores más sutiles son los que más penetran en las mentes.
Pío XII hablaba por ejemplo de afirmaciones heréticas y afirmaciones “heretizantes”. Estas últimas no eran en sí mismas “herejías” pero inducían o eran próximas a la herejía[19]. Del mismo modo, existen afirmaciones equivocadas pero también existen afirmaciones que inducen a la equivocación. Con las reservas del caso, ¿por qué no resistirlas?

–Son cosas pequeñas. No tienen sentido. Son discusiones sin sentido.

Leopoldo Marechal a su discípulo:
     
“Por la mañana, cuando te levantes, piensa, Josef, en ese nuevo día;
y no te olvides que al salir al sol entrarás en un campo de batalla.
Que no te engañe el paso normal de los tranvías ni la canción melosa del frutero
ni el pacífico rostro de tu jefe ni la sonrisa blanca de tu subordinado.
Ángeles y demonios pelean en los hombres:
el bien y el mal se cruzan invisibles aceros.
Y has de andar con el ojo del alma bien alerta,
si pretendes estar en el costado limpio de la batalla.
Josef, nada es trivial en esa guerra:
basta el peso ladrón de una bolsa de azúcar
para que llore un ángel y se ría un demonio”[20].

–“Si discuto con el profesor, puedo recibir represalias y castigos por eso”.

¿Y? Si no discutís, debiendo hacerlo, estando moralmente obligado a hacerlo, no serás otra cosa que un cobarde. Si querés que lo digamos “fino”, serás un enano intelectual. Más bien deberías preguntarte: ¿Y qué castigo del cielo puedo recibir si no soy capaz de reconocer la Verdad, acá en la tierra? Si sólo reconozco la Verdad en los ambientes en que no debo temer nada; si sólo expreso mi pensamiento en circunstancias cómodas y favorables, ¿qué hay, qué tengo de extraordinario? ¿Merezco entrar al Reino de los Cielos si no he combatido? ¿Podré mostrar cicatrices ante Dios Nuestro Señor? ¿O la única cicatriz que exhibiré será la del apéndice?

–“Si discuto con el profesor, mis compañeros me van a empezar a mirar mal”.

¿Cómo lo sabés? Por lo demás, tenemos experiencia directa y conocemos casos de compañeros que tiempo más tarde han agradecido a sus compañeros el haber intervenido en clase, haciendo precisiones o resistiendo las afirmaciones del profesor. ¿Qué harías si el día de mañana alguien piensa mal de vos por hacer bien tu trabajo? ¿Dejarías de hacerlo bien? Y si tus compañeros de trabajo pensasen que por ser fiel a tu esposa “sos aburrido”, ¿qué harías?

–“Todo el que discute con el profesor violenta el principio de autoridad y, haciéndolo, se coloca a sí mismo como autoridad”.

Lo hemos visto anteriormente. Argumento falaz que sólo alimenta nuestros escrúpulos. ¡Quizá es mejor que el profesor diga errores abiertamente! ¡Quizás es mejor que el profesor sostenga cualquier barbaridad mientras nosotros –siendo muy buenos cristianos– nos refugiamos en nuestro pupitre, a gusto con nosotros mismos, convenciéndonos y queriendo creer que estamos solamente “respetando su autoridad”!
No. Dios no pide eso.

–“Los alumnos deben primero estudiar, saber, informarse y luego discutir si lo desean con los profesores”.

Seguro. Pero no se puede dilatar al infinito tal procedimiento, porque sería la manera más hipócrita de dilatar la defensa de la Verdad.
Por lo demás, para resistir muchos errores no es necesario tampoco haber cursado 10 años y estar recibido de Especialista en Energía Atómica… Cualquiera sabe que multitud de errores que circulan comúnmente pueden ser resueltos con un esfuerzo menor, siempre y cuando haya voluntad de aprender.

–“Hay que intervenir siempre de buenas maneras, no discutir, no pelear, sino proponer. Hay que hablar en positivo, hablar de lo que nos une y no de lo que separa”.

Es verdad que la propuesta positiva, amable, es uno de los escalones primarios en la defensa de la Verdad. La necesaria gradualidad se impone como una norma de la prudencia. Pero no se puede desconocer que a veces no es suficiente. Y si no es suficiente, si se han agotado instancias intermedias, entonces es lícito recurrir a la discusión. El punto es que esté realmente agotada la instancia intermedia. No es aconsejable una posición ghandiana.

–“Si discuto con el profesor, tardaré en completar mi carrera; tardaré en recibirme y no podré hacer todo el bien que pretendo”.

Un planteo imaginario. Quizás Cristo pudo haber dicho que si era crucificado, sufriría mucho.
El punto es otro. El punto es “si debo” o si “no debo” intervenir en clase. Ahora bien: si no quiero intervenir en clase, encontraré razones para decir que “no debo hacerlo”.

–“¿Persecución del docente? El profesor se encarnizará conmigo y no me dejará en paz”.

Hay que tener cuidado con la primacía del miedo y no de la realidad. Hay una frase que dice: “Muchas cosas no nos atrevemos a realizar no porque sean difíciles, sino que son difíciles porque no nos atrevemos a realizarlas”. Atrevámonos a hacerlo. Y luego todo será más fácil.
Nuestros propios miedos nos hacen pensar en un docente omnipotente, con pezuñas en vez de manos. No es así. No pueden hacer lo que quieren. Pero aún si fuera el caso, deberíamos estar listo para resistirlo cristianamente y ofrecer este sacrificio por el honor de la Verdad.

Conclusión

Santa Teresa escribió: “Todos los que militáis debajo desta bandera, ya no durmáis, ya no durmáis, pues que no hay paz en la tierra”. Santo Tomás como uno de los oficios del sabio, al comienzo de la Suma contra Gentiles: “así como propio del sabio es contemplar, principalmente, la verdad del primer principio, y juzgar de las otras verdades, así también lo es luchar contra el error”[21]. No somos sabios, es cierto, pero podemos saber algunas cosas. Y puede haber casos en que respecto de ellas estemos cristianamente obligados a decirlas. También sostuvo el Aquinate: “hasta el mismo silencio de quienes deberían hacer frente a cuantos pervierten la verdad de la fe sería la confirmación del error”. Pensamos en profesorados y en cursos de catequesis, en donde las verdades de la Revelación están ciertamente en juego.
La mejor doctrina nos previene de la tentación de debilidad: somos movidos a ocultar la lámpara debajo del celemín y nuestra formación se vuelve un trampa mortal, dado que las numerosas lecturas que hemos incorporado sólo las utilizamos para excusarnos. Al contrario, no debemos temer sembrar la verdad, aunque nos duela, ni desistir en la predicación de lo que las cosas son:

“No vaciles jamás en la defensa o enunciación o elogio de la Verdad, el Bien y la Hermosura. Son tres nombres divinos que trascienden al mundo, y es fácil deletrearlos en las cosas. No los traiciones, aunque te flagelen…”[22].

La mejor doctrina, entonces, nos previene de la política del avestruz, exhortándonos a dar testimonio; sabiendo que en el Último Día no será el mundo el que juzgue a Cristo: será Nuestro Señor el que juzgará –ya lo ha juzgado– al mundo. Y precisamente por eso, tiene lugar aquella santa ira que lamentablemente muchos lectores de Santo Tomás no conocen:

“Quienquiera que ama la verdad aborrece el error y este aborrecimiento del error es la piedra de toque mediante la cual se reconoce el amor a la verdad. Si no amas la verdad, podrás decir que la amas e incluso hacerlo creer a los demás, pero puedes estar seguro de que, en ese caso, carecerás de horror hacia lo que es falso, y por esta señal se reconocerá que no amas la verdad”[23].

Por tanto, con un amor prudente y entusiasta, larguémonos a dar ese impostergable testimonio católico en las universidades, profesorados y terciarios. Dios nos asista.











[1] Donoso Cortes, Ensayo sobre Catolicismo, liberalismo y socialismo, en su Obras escogidas, Poblet, Buenos Aires, 1943, pág. 469.
[2] Santo Tomás de Aquino. Comentario de la Ética de Aristóteles, Libro X, lección 13, n. 9.
[3] S. Pinckaers, Las fuentes de la moralidad cristiana, Universidad de Navarra, Pamplona, 1988, págs. 511-512.
[4] Judah Levi, Dios, en José María Pemán y Miguel Herrero. Suma Poética. Amplia colección de la poesía religiosa española, segunda edición, Madrid, BAC, 1950, págs. 35-36.
[5] Se aprecia que hemos dejado de lado, deliberadamente, el caso de los docentes que dicen y enseñan la verdad. Para ellos no hay otra actitud que no sea el agradecimiento. Cabe decir que conocemos numerosos docentes que dan y que nos han dado un excelente y ejemplificador testimonio de su vocación en las cátedras. A ellos toda la gratitud.
[6] R. P. Alberto I. Ezcurra. Tú reinarás. Espiritualidad del laico, Kyrios, San Rafael, 1994, pág. 168. La negrita es nuestra.
[7] “…no aprendemos las palabras que conocemos, ni podemos confesar haber aprendido las que no conocemos sino hasta que percibimos su significado, lo cual acontece no por oír las voces pronunciadas, sino por el conocimiento de las cosas que ellas significan”. De Magistro, Cap. XI, 36.
[8] Suma Teológica, I, q. 117, art. 1, ad 1.
[9] Suma Teológica, I, q. 117, art. 1, ad 3. La negrita es nuestra.
[10] Sólo la Verdad y el Bien tienen derechos. Esto se demuestra entendiendo que lo que no existe obviamente no puede tener derechos: atribuir derechos a la nada sería una injusticia. Ahora bien, si queremos comprender este principio, debemos entender que “el error, como tal, es nada” y que, por tanto, atribuirle derechos sería tanto como atribuir un derecho a la nada. Veamos lo que son la Verdad y el error. Si la verdad es la adecuación de la inteligencia con la cosa, el error tiene lugar cuando la mente no está adecuada con la cosa. Por tanto, la verdad se halla en la inteligencia en la medida en que ésta reproduce exactamente la realidad. Cuando la inteligencia juzga que una cosa no es lo que es, o juzga que es lo que no es, hay error. En estos casos, uno tiene en su espíritu tal idea de una cosa, de modo que para uno es como si fuese real. Le atribuimos inadvertidamente el derecho de estar en nuestro espíritu pensando que es así. Pero en realidad no es así.
Es a todas luces absurdo poner por fundamento de mi vida y mi obrar una realidad que no existe. Ahora, si alguien pone al error como fundamento, otorgándole derechos, aún pensando que no es error, ¿Cuál será el resultado de tal aberración? ¿Puede no ser un resultado malo? Sería levantar un edificio sin fundamentos. Si pongo por base de mi vida una idea que no corresponde lo objetivo y real, todo el edificio intelectual y social que construya sobre este fundamento está destinado a derrumbarse. El único fundamento posible para una vida y acción debe ser una realidad verdadera. Por esto, sólo la Verdad tiene, en el orden individual y social, el derecho de existir. Y esto con independencia de si el error es culpable o no.
[11] Visto en http://hjg.com.ar/catena/c606.html
[12] II-II, q. 55, art. 8, corpus.
[13] Josef Pieper. Las virtudes fundamentales…, ídem, pág. 56.
[14] Federico Mihura Seeber. La figura del polemista cristiano en los libros “Contra Cresconio” de San Agustín, Revista Sapientia, 1992, Vol. XLVII,  págs. 190-191.
[15] Josef Pieper. Defensa de la Filosofía, Barcelona, Editorial Herder, 1976, pág. 53.
[16] Platón. El Banquete, Ed. Senén Martín, Madrid, 1966, pág. 122.
[17] Réplica a Juliano, L. III, c. 21, 42, citado por Federico Mihura Seeber en el artículo precitado de la Revista Sapientia…, ídem, págs. 176-177.
[18] II-II, q. 10, art. 7, corpus.
[19] Cfr. Pío XII, Humani Generis, N°12.
[20] Leopoldo Marechal, La patriótica, II Didáctica de la patria, 15.
[21] Suma contra Gentiles, Libro I, Cap. I.
[22] Leopoldo Marechal, Didáctica..., ídem, 16.
[23] Ernest Hello, citado por el Padre Alfredo Sáenz SJ, Siete virtudes olvidadas, Ed. Gladius, Buenos Aires, 2005, pág. 142.