¿“La luz interior sana”?
¿o “La
Luz interior que sana”?
Colaboración de Adolfo Aybar
"El
cristianismo se hizo presente en el mundo principalmente para aseverar con
violencia, que un hombre no tenía que mirar sólo su interior, sino mirar
también hacia el exterior, para contemplar con asombro y entusiasmo una
compañía divina y un capitán divino".
Ortodoxia, G. K. Chesterton
En la actualidad
es muy común que los hombres sigan una espiritualidad que busca sólo su “luz
interior”. Una espiritualidad que se manifiesta a partir de religiones
inmigrantes de oriente, o quizás, simplemente, a través de un tratamiento
psicológico inmanente obsesionado, aunque sea paradójico, por iluminar el
interior del hombre desde y sólo a partir del hombre mismo.
Queremos
solucionar nuestros problemas y sufrimientos yendo a nuestro “yo interior”,
aislándonos del mundo que nos rodea y –lo que es peor y más grave aún– de
nuestros semejantes. No es el camino del egoísmo el que va a sanar al hombre
actual individualista, a este “hombre–microscopio” que a partir de sí mismo
observa detalladamente cada vericueto de su interioridad. Por el contrario, el
hombre contemporáneo sanará de sus dolencias saliendo de sí mismo y yendo al
encuentro del “otro–alguien”. Es en “el encuentro” en donde el hombre se cura.
Necesitamos buscar el bien de nuestro prójimo para sanarnos nosotros mismos.
Veamos, pues, que
hemos utilizado el término “prójimo”, el cual nos introduce en un nuevo ámbito:
la esfera de la trascendencia. Es la Revelación Cristiana
la que introduce esta palabra en nuestro léxico porque es el “prójimo” a quien
le debo la “caridad”, es decir, el amor fundado en el Amor. Y así “llegamos” al
orden máximo de trascendencia y relación, que es el vínculo del hombre con Dios
en la Persona Divina
de Jesucristo. Es nuestra relación con Jesucristo la que sanará “de raíz”
nuestro dolor, digo más, es Jesucristo el Médico (por excelencia) de nuestra
interioridad herida.
Todo esto no
significa que no debamos mirar nuestro interior e iluminarlo, pero debemos
mirarlo en función de amar y brindarnos mejor a nuestro prójimo. Sobre todo, debemos
entrar a nuestro mundo interior con la
Luz de Cristo, y no con la mera luz de nuestra razón humana.
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