El
pasado 7 de mayo ocurrió un suceso que vino a intranquilizar más a los propios
que a los ajenos. Una pintada en el frente de la Iglesia del Santo Ángel en
Sevilla y unos gritos que interrumpieron el normal desarrollo del Santo Sacrificio
en la Iglesia
de San Andrés.
No
obstante, hemos de agradecerle a los anónimos autores que estropearon la fachada de
la parroquia; hemos de dar las gracias, asimismo, a estas mujeres que
interrumpieron el culto a la
Virgen de Araceli repitiendo la consigna: “¡Arderéis como en el 36!”, agregando insultos
contra el Sumo Pontífice y la
Iglesia. ¿Por qué? Porque ellas, sin pretenderlo, nos recuerdan
que todavía existe ese antiguo motor de la historia, no el único por cierto,
pero bastante olvidado y omitido en estos días: el odium Christi.
Estas
republicanas merecen nuestra peculiar gratitud por haber roto con los sutiles
eufemismos de los implacables e incansables enemigos de Dios y de España. Son alaridos
como éstos, son actos como la pintada comentada, los que nos despiertan,
alertan y sacuden de la dulce y confortante ilusión –afín a aquella deserción
de eternidad, que diría Thibon– de que en este mundo sólo hay personas
equivocadas, únicamente extraviados; de que la malicia es cosa propia de los cuentos
de terror o, tal vez, de tiempos antiguos que por suerte no volverán.
Aunque
pueda parecer lo contrario, los que pintan y gritan en las Iglesias son mucho más
inofensivos que los que van minando –con las argucias propias de la sofística–
la fe católica; éstos no son más que falsos
maestros que sólo se predican a sí mismos. Pero estamos contentos, no
obstante, aunque suene inverosímil, por esta inesperada ventilación cloacal del
odio a Dios: nos saca del letargo y nos ofrece un chispazo de luz en medio de tanta hipocresía. Si diez veces los reprobamos,
otras tantas rezaremos por ellos y su conversión. Odiemos al pecado, amamos al que yerra.
Este chispazo de luz que logramos ver guarda relación con la común e
íntima causa de los comportamientos humanos torcidos y desviados. El hecho
comentado se vuelve símbolo y su sentido se despliega a la luz del Evangelio: “Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado
a Mí antes que a vosotros”. (Jn. 15, 18)
Sucesos como
éste nos recuerdan –y robustecen en nuestras certezas– que “nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los
Principados y Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas,
contra los espíritus del mal que habitan en el espacio”. (Ef. 6, 12)
Agradecidos estamos,
pues, con las militantes republicanas, porque ellas han colaborado por la
memoria de la verdadera historia. En una época en que se pretende la
conciliación entre la Iglesia
y el Mundo, donde se omiten sistemáticamente los vocablos que evocan toda
posible hipótesis de conflicto, donde a los españoles les quieren hacer creer
que la mera posibilidad de una guerra por principios perennes es irrisoria y
lejana, que se rememoren vigorosamente aquellos hechos reales –como que en 1936 ardió lo mejor de España– es un
obsequio que lejos de rechazar, aceptamos gustosos. Es una enseñanza de la
historia verdadera.
Arderéis como en el 36. Arderéis de
amor, como cuando luchasteis hasta morir. Arderéis de amor como cuando conquistasteis
el Cielo por asalto.
El hecho tiene
para nosotros mayor alcance del que a primera vista pudiera parecer. No es más
que un modesto –pero insobornable– botón de muestra de la siempre perenne
profecía del anciano Simeón: “Éste es
puesto… para ser una señal de contradicción”. (Lc. 2, 34)
¿Contradicción
entre quiénes? Contradicción entre el hombre viejo y el hombre nuevo; oposición
invencible y dramática que ineludiblemente se proyecta también al orden social,
a la vida pública de los estados. Por eso, los
Ángeles de las Naciones. Como el Ángel de la Guarda , personal de cada
uno de nosotros.
Es que hay dos
Españas: una España católica, tradicional, auténtica, y una España desnaturalizada
que rechaza a Cristo. En los años 30 del siglo XX, esta España incrédula tomó
la forma republicana y marxista. En ese entonces, existía una España que miraba
a Roma y otra que miraba a Moscú. Una España que adoraba a Cristo y otra España
que canonizó a Karl Marx y Lenin. Una España verdadera que afirmaba y creía que “Es necesario que Cristo reine” –pues Él mismo había dicho “Yo soy rey”
(Jn 18, 37)– y otra falsa
España que, sin pretenderlo, confirmaba involuntariamente las Escrituras al
rechazar el suave yugo de Nuestro Señor: “No
queremos que ése reine sobre nosotros”. (Lc. 19, 14)
Y eso fue
posible porque, antes de existir dos Españas, existieron dos ciudades: la Ciudad de Dios, fundada en el amor de Dios hasta
el desprecio del hombre; y la
Ciudad del Hombre, fundada en el amor propio hasta el
desprecio de Dios.
Sin esta
necesaria y verdadera visión sobrenatural
de la historia, no se entiende ni se puede actuar en consecuencia frente a
la entidad del asunto.
Estamos
lejos, pues, de rechazar esta convocatoria. Estamos lejos, pues, de desentendernos respecto del odium Christi. Porque esto es algo
que debe decirse: no son los fieles católicos los principales ofendidos. No es nuestra
propia mejilla la abofeteada –agravio frente al cual podemos ofrecer la otra y
perdonar setenta veces siete–, sino que es la Majestad del Dios Uno y
Trino la que es injuriada.
No son agravios
ni ofensas a nuestra dignidad particular, las cuales pudiéramos dejar pasar: se
trata de una agresión proveniente de enemigos
públicos, pues odian el Nombre del Divino Salvador.
Estamos
lejos, pues, de pedir la tolerancia para
nuestro culto, de pedir la concordia para
nuestras celebraciones, de pedir la
protección de nuestra propiedad privada en las parroquias. Son nimiedades.
No nos hacemos los distraídos: entendemos
perfectamente la naturaleza sobrenatural del asunto. ¡Arderéis como en el 36! gritan los republicanos. Pues nosotros,
tengamos el coraje y la gracia de gritar a renglón seguido: ¡Venceremos como en el 39! ¡Venceremos como
en el 39, cuando la
España Católica derrotó, espada y cruz en mano, a la barbarie
comunista!
Tengamos la
valentía, el coraje y la esperanza de ser como aquel apóstol hijo del trueno, Santiago, Patrono de la España Verdadera , de gritar aquel
verbo castellano que promete sacrificio, tesón, paciencia, lucha, combate. Y
que promete –en este mundo o en el otro– la Victoria. Que sepamos imitar a
los que en el 36 ardieron de amor por
Dios y por España, que vencieron a las hordas marxistas porque primero se
vencieron a sí mismos.
Dios nos dé la
gracia de la fidelidad, aún en el medio de la incomprensión de los propios y la
malicia ajena.
“En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor;
ego vincit mundum”.
(Publicado en el año 2011)
Excelente artículo. El odio a Cristo que lleva una lucha de más de dos mil años y que nos exige la justa defensa del Nombre de Nuestro Señor. Luchar por Él.
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