sábado, 14 de mayo de 2016

Arderéis como en el 36


           El pasado 7 de mayo ocurrió un suceso que vino a intranquilizar más a los propios que a los ajenos. Una pintada en el frente de la Iglesia del Santo Ángel en Sevilla y unos gritos que interrumpieron el normal desarrollo del Santo Sacrificio en la Iglesia de San Andrés.
           No obstante, hemos de agradecerle a los  anónimos autores que estropearon la fachada de la parroquia; hemos de dar las gracias, asimismo, a estas mujeres que interrumpieron el culto a la Virgen de Araceli repitiendo la consigna: “¡Arderéis como en el 36!”, agregando insultos contra el Sumo Pontífice y la Iglesia. ¿Por qué? Porque ellas, sin pretenderlo, nos recuerdan que todavía existe ese antiguo motor de la historia, no el único por cierto, pero bastante olvidado y omitido en estos días: el odium Christi.
Estas republicanas merecen nuestra peculiar gratitud por haber roto con los sutiles eufemismos de los implacables e incansables enemigos de Dios y de España. Son alaridos como éstos, son actos como la pintada comentada, los que nos despiertan, alertan y sacuden de la dulce y confortante ilusión –afín a aquella deserción de eternidad, que diría Thibon– de que en este mundo sólo hay personas equivocadas, únicamente extraviados; de que la malicia es cosa propia de los cuentos de terror o, tal vez, de tiempos antiguos que por suerte no volverán.
           Aunque pueda parecer lo contrario, los que pintan y gritan en las Iglesias son mucho más inofensivos que los que van minando –con las argucias propias de la sofística– la fe católica; éstos no son más que falsos maestros que sólo se predican a sí mismos. Pero estamos contentos, no obstante, aunque suene inverosímil, por esta inesperada ventilación cloacal del odio a Dios: nos saca del letargo y nos ofrece un chispazo de luz en medio de tanta hipocresía. Si diez veces los reprobamos, otras tantas rezaremos por ellos y su conversión. Odiemos al pecado, amamos al que yerra.
           Este chispazo de luz que logramos ver guarda relación con la común e íntima causa de los comportamientos humanos torcidos y desviados. El hecho comentado se vuelve símbolo y su sentido se despliega a la luz del Evangelio: “Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a Mí antes que a vosotros”. (Jn. 15, 18)
Sucesos como éste nos recuerdan –y robustecen en nuestras certezas– que “nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los Principados y Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en el espacio”. (Ef. 6, 12)
Agradecidos estamos, pues, con las militantes republicanas, porque ellas han colaborado por la memoria de la verdadera historia. En una época en que se pretende la conciliación entre la Iglesia y el Mundo, donde se omiten sistemáticamente los vocablos que evocan toda posible hipótesis de conflicto, donde a los españoles les quieren hacer creer que la mera posibilidad de una guerra por principios perennes es irrisoria y lejana, que se rememoren vigorosamente aquellos hechos reales –como que en 1936 ardió lo mejor de España– es un obsequio que lejos de rechazar, aceptamos gustosos. Es una enseñanza de la historia verdadera.
Arderéis como en el 36. Arderéis de amor, como cuando luchasteis hasta morir. Arderéis de amor como cuando conquistasteis el Cielo por asalto.
El hecho tiene para nosotros mayor alcance del que a primera vista pudiera parecer. No es más que un modesto –pero insobornable– botón de muestra de la siempre perenne profecía del anciano Simeón: “Éste es puesto… para ser una señal de contradicción”. (Lc. 2, 34)
¿Contradicción entre quiénes? Contradicción entre el hombre viejo y el hombre nuevo; oposición invencible y dramática que ineludiblemente se proyecta también al orden social, a la vida pública de los estados. Por eso, los Ángeles de las Naciones. Como el Ángel de la Guarda, personal de cada uno de nosotros.
Es que hay dos Españas: una España católica, tradicional, auténtica, y una España desnaturalizada que rechaza a Cristo. En los años 30 del siglo XX, esta España incrédula tomó la forma republicana y marxista. En ese entonces, existía una España que miraba a Roma y otra que miraba a Moscú. Una España que adoraba a Cristo y otra España que canonizó a Karl Marx y Lenin. Una España verdadera que afirmaba y creía que “Es necesario que Cristo reine” –pues Él mismo había dicho “Yo soy rey” (Jn 18, 37)– y otra falsa España que, sin pretenderlo, confirmaba involuntariamente las Escrituras al rechazar el suave yugo de Nuestro Señor: “No queremos que ése reine sobre nosotros”. (Lc. 19, 14)
Y eso fue posible porque, antes de existir dos Españas, existieron dos ciudades: la Ciudad de Dios, fundada en el amor de Dios hasta el desprecio del hombre; y la Ciudad del Hombre, fundada en el amor propio hasta el desprecio de Dios.
Sin esta necesaria y verdadera visión sobrenatural de la historia, no se entiende ni se puede actuar en consecuencia frente a la entidad del asunto.
           Estamos lejos, pues, de rechazar esta convocatoria. Estamos lejos, pues, de desentendernos respecto del odium Christi. Porque esto es algo que debe decirse: no son los fieles católicos los principales ofendidos. No es nuestra propia mejilla la abofeteada –agravio frente al cual podemos ofrecer la otra y perdonar setenta veces siete–, sino que es la Majestad del Dios Uno y Trino la que es injuriada.
No son agravios ni ofensas a nuestra dignidad particular, las cuales pudiéramos dejar pasar: se trata de una agresión proveniente de enemigos públicos, pues odian el Nombre del Divino Salvador.
           Estamos lejos, pues, de pedir la tolerancia para nuestro culto, de pedir la concordia para nuestras celebraciones, de pedir la protección de nuestra propiedad privada en las parroquias. Son nimiedades. No nos hacemos los distraídos: entendemos perfectamente la naturaleza sobrenatural del asunto. ¡Arderéis como en el 36! gritan los republicanos. Pues nosotros, tengamos el coraje y la gracia de gritar a renglón seguido: ¡Venceremos como en el 39! ¡Venceremos como en el 39, cuando la España Católica derrotó, espada y cruz en mano, a la barbarie comunista!
Tengamos la valentía, el coraje y la esperanza de ser como aquel apóstol hijo del trueno, Santiago, Patrono de la España Verdadera, de gritar aquel verbo castellano que promete sacrificio, tesón, paciencia, lucha, combate. Y que promete –en este mundo o en el otro– la Victoria. Que sepamos imitar a los que en el 36 ardieron de amor por Dios y por España, que vencieron a las hordas marxistas porque primero se vencieron a sí mismos.
Dios nos dé la gracia de la fidelidad, aún en el medio de la incomprensión de los propios y la malicia ajena.
“En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor; ego vincit mundum”.



(Publicado en el año 2011)

1 comentario:

  1. Excelente artículo. El odio a Cristo que lleva una lucha de más de dos mil años y que nos exige la justa defensa del Nombre de Nuestro Señor. Luchar por Él.

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