miércoles, 22 de junio de 2016

Peregrinación - Nuestra Señora de la Cristiandad‏

Querido lector:
 Queremos invitarlo a la 7º Peregrinación a Luján de Nuestra Señora de la Cristiandad, que se realizará el 13-14-15 de agosto bajo el lema “Salve, Reina y Madre de misericordia”. Los Peregrinos partimos de Rawson (Provincia de Bs. As.), recorriendo a pie en 3 días un poco menos de 100 km. Flyer: https://www.youtube.com/watch?v=2vlRskpaWLY
 Como toda práctica de piedad, el objetivo de la peregrinación es la santificación del alma a través de las gracias pedidas a Nuestro Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, a Quien ofrecemos penitencias, sacrificios y oraciones durante esos 3 días.
 Vamos a Luján, a los pies de la Virgen, patrona de la Argentina, a pedirle que nos conceda la gracia de poder vivir el espíritu de la Cristiandad en nuestra Patria.
 Durante los tres días de Peregrinación, se celebra la Santa Misa Tridentina (también conocida como "Misa de San Pío V"), rito que queremos hacer conocer y amar siguiendo el impulso con que Benedicto XVI nos entusiasmó. La Misa de cierre se celebrará el día lunes 15, Solemnidad de la Asunción de Ntra. Sra. al cielo, a las 13:30 hs. en la Basílica de Luján.

La inscripción se encuentra en nuestra página
Aquí está disponible toda la información necesaria para la peregrinación, además de las explicaciones para todo aquel que quiera realizar la Consagración a María siguiendo el método de San Luis María de Montfort. También los interesados encontrarán material acerca de la Misa Tridentina. Asimismo, podrán conocer el tema de la Peregrinación para este año y conocer más de cerca al grupo Nuestra Señora de la Cristiandad.
 Peregrinos de numerosos puntos del país se harán presentes. Si conoce personas o grupos a quienes pueda interesarle esta iniciativa -sean jóvenes, grupos de formación, parroquiales, de misión y demás- le agradecemos que los ponga en contacto con nosotros, a través de nuestro correo electrónico: ns.cristiandad@gmail.comOtra posibilidad es mediante nuestro muro de Facebook: https://www.facebook.com/nuestrasenoradelacrisitandad.nsc?fref=tsPor último, como hemos señalado más arriba, mediante la página web.
Esperamos poder contar con su presencia y oraciones en favor de todos los Peregrinos. En Cristo Rey y María Reina.

 Grupo Nuestra Señora
de la Cristiandad


lunes, 13 de junio de 2016

Iglesia y actualidad: a propósito de ciertas ambigüedades

Iglesia y actualidad:
a propósito de ciertas ambigüedades

Dos entrevistas: Kasper, Martini.
Y el caso del Sínodo

La creciente difusión de numerosos artículos de opinión sobre temas de actualidad de la Iglesia permite reconocer un lenguaje muy particular. Nos referimos a lo que estuvo y todavía está circulando en torno al Sínodo de la Familia, por poner un ejemplo. Declaraciones, desmentidas, idas y vueltas; confusión, sencillamente. Para muchos, esta forma de hablar podrá parecer novedosa. Sin embargo, no lo es. Pocos minutos de Google son suficientes para darse cuenta: pensemos –por poner sólo un ejemplo– en el texto firmado por el entonces Monseñor Rino Fisichella en el año 2009, donde su peculiar retórica le hizo posible justificar la comisión de un aborto en Brasil[1], siendo objetado públicamente por Monseñor Michel Schooyans[2].
           Sin embargo, quizá sí constituya algo nuevo su enorme difusión en redes y noticias. La propagación masiva de artículos periodísticos –que sirven en bandeja estas declaraciones– vuelve este lenguaje accesible a casi todos. De cualquier manera, no cabe duda que hoy es posible identificar cierta forma de expresarse. Es indudable que existe un estilo de comunicación con características propias. No es tarea fácil reconocerlo. Sin embargo, creemos que es posible.
Vamos a los casos. Caso 1: un fragmento de la reciente entrevista de Elisabetta Piqué al Cardenal Walter Kasper en La Nación[3]. Hacia el principio, la entrevistadora le pregunta: ¿Usted dice entonces que no se puede cambiar la doctrina, pero sí la disciplina?”. Y el Cardenal contesta:

La doctrina no puede cambiar. Nadie niega la indisolubilidad del matrimonio. Pero la disciplina sí puede cambiar y ya ha cambiado varias veces, como vemos en la historia de la Iglesia.

Luego la entrevista pasa a otros cauces. Pero queda sin profundizar esto de la disciplina y la doctrina. De un lado, la disciplina: algo que (de guiarnos por la entrevista) parece voluble, sin mucha sustancia. Algo que “puede cambiarse”. Enfrente, sí, eso sí, la doctrina que permanece intocable. ¿Es así?
 En realidad, las cosas son diferentes. Hay disciplinas que pueden cambiar y hay disciplinas que no: es falso que toda disciplina sea, sin más, modificable. Primera distinción. Pero hay otra más importante aún: toda disciplina debe guardar perfecta coherencia con la doctrina que pretende reflejar. Si la doctrina dice blanco, la disciplina no puede decir negro. Aunque sólo sea “la disciplina”.
Por lo tanto, la afirmación del Cardenal Kasper es sumamente confusa. No se puede sostener verbalmente la indisolubilidad del matrimonio al mismo tiempo que se propone algo que “tira abajo” la doctrina sobre esa indisolubilidad. Sería como decir que “creemos en Dios” pero que aceptamos el ateísmo. Al respecto, el Cardenal Ruini ha dicho muy acertadamente:

no se puede pretender que el matrimonio sea indisoluble y comportarse como si no lo fuese[4].

Caso 2: segmento de la entrevista al fallecido Cardenal Carlo María Martini. Quedó consignado, entre otras cosas, este enunciado suyo:

Veo en la Iglesia de hoy tanta ceniza encima de las brasas que a menudo me asalta un sentimiento de debilidad. ¿Cómo liberar las brasas de la ceniza de forma que se reavive la llama del amor? En primer lugar debemos buscar estas brasas. ¿Dónde están las personas llenas de generosidad como el buen Samaritano? Las que tienen fe como el centurión romano. Que son apasionados como Juan Bautista. Que se atreven a innovar como Paolo. Que son fieles como María de Magdalena[5].

¿Qué pensar ante la palabra innovar en boca de Carlo María Martini, una de las cabezas intelectuales del progresismo católico? Quizá nos ayude las palabras de Ernesto Hello. Este gran defensor de la fe sostenía que mezclar la verdad y el error otorgaba a la verdad apariencia de error; mientras que, al error, le otorgaba apariencia de verdad. No es otro el procedimiento latente en este párrafo. Analicémoslo: ¿quién podría rechazar ejemplos de generosidad? ¿O la fe del centurión? Ningún fiel negaría la pasión del Bautista ni la fidelidad de la Magdalena. Ninguno. Sin embargo, junto con santos ejemplos, se colaba la tristemente hueca consigna de atreverse a innovar. Y decimos nosotros:

¿Innovar qué?

¿Qué quiere Ud. innovar?

No lo sabemos. No lo dice.
Está bien, no diga Ud. qué quiere innovar. Pero acaso, ¿no querrá decirnos tampoco para qué desea innovar? Esa es la otra pregunta que surge: ¿Para qué desea esa innovación? Usted desea convertir ÉSO (no sabemos qué), ¿en algo distinto? Más aún: ¿cómo podemos saber que es algo distinto de X, si no tenemos idea de qué entiende Ud., Cardenal, cuando dice X?
Cuando Martini hablaba de innovar –“atreverse”, decía, como si los que son fieles a la verdad recibida estuviesen llenos de temores–, ¿por qué no dijo qué tipo de cambio aspiraba? ¿Por qué delega en nosotros la exacta interpretación de sus palabras? ¿Cómo no pensar que –en boca de Carlo María Martini, nada menos[6]innovar quiere decir alterar la enseñanza de la Iglesia sobre anticoncepción, homosexualidad, aborto, eutanasia, acomodándose al pensamiento dominante? A diferencia de otros bautizados que abiertamente proponen la cultura de la muerte, estas expresiones son suficientemente tímidas como para no despertar reacciones… pero suficientemente claras como para inducir al error.

Caso 3: fragmento del texto borrador –no el definitivo– del Sínodo. En el párrafo temático N° 50 podemos leer:

Las personas homosexuales tienen dones y cualidades para ofrecer a la comunidad cristiana: ¿estamos en grado de recibir a estas personas, garantizándoles un espacio de fraternidad en nuestras comunidades? A menudo desean encontrar una Iglesia que sea casa acogedora para ellos. ¿Nuestras comunidades están en grado de serlo, aceptando y evaluando su orientación sexual, sin comprometer la doctrina católica sobre la familia y el matrimonio? 

Veamos.
Nadie duda que las personas con tendencia homosexual –mal llamadas “personas homosexuales”– puedan tener “dones y cualidades”. Ahora bien: ¿en virtud de qué pueden tenerlas? ¿En base a qué poseen esos dones? ¿En base a que fueron creados a imagen de Dios? Tal sería la respuesta correcta. Por eso es importante entender que estas tendencias homosexuales no son causa de “dones y cualidades”. Antes bien: estas personas poseen tales dones y cualidades a pesar de su tendencia homosexual. Nunca a causa de esta tendencia.
¿Por qué esta sencillísima distinción no apareció con toda claridad en el documento borrador del Sínodo? Claro, el borrador no afirma que en virtud de la homosexualidad poseen ciertas cosas buenas. No lo dice, es verdad. Hace otra cosa: se abstiene. No define ni distingue. Deja la puerta abierta a la subjetividad del receptor. Por lo tanto, se trata de un texto que tiene un enorme potencial de conflicto.

Concluyendo: estamos, pues, ante un estilo de lenguaje que deliberadamente carece de exactitud y precisión. Errores sugeridos, nunca pronunciados. El peligro no es como la herejía de los libros de teología: esa herejía decía algo bien definido, algo con principio y fin, algo que empezaba y acababa. Hoy en día, en cambio, el pecado contra el logos consiste en dejar flotando en el aire las palabras a la espera de que sea el interlocutor el que actualice los mensajes que ellas transportan.
Quienes así hablan obtienen dos cosas: dan pasto a los aires reformistas (derivando en otros la responsabilidad de obrar lo que ellos solamente dan a entender) al mismo tiempo que confunden –con sus aproximaciones y coqueteos– a los auténticos fieles. Estos intuyen la deshonestidad que yace en este discurso pero no siempre pueden rebatirla.
Nuestro Señor ha dicho con claridad: Que tu lenguaje sea: sí, sí; no, no. Todo lo que se dice de más, viene del Maligno. Es nuestra responsabilidad reconocer este lenguaje oscuro y confuso, identificarlo con nitidez y así poder realizar el correspondiente discernimiento; para bien propio y de los demás.
La confusión actual en torno a las palabras reclama que la inteligencia, alumbrada y sostenida por la fe, desbarate los artilugios y equívocos de ciertos dignatarios que pretenden transformar –tratando de que no se note– la Casa de Dios en una cueva de ladrones.

Juan Carlos Monedero (h)
28 de octubre de 2014




[1] Los siguientes artículos reproducen parcialmente el artículo del entonces Monseñor Fisichella. Cfr. http://chiesa.espresso.repubblica.it/articolo/1339160?sp=y, http://archivo.losandes.com.ar/notas/2009/3/16/internacionales-413375.asp y http://www.zenit.org/es/articles/el-caso-de-la-nina-brasilena-no-cambia-la-ensenanza-catolica-sobre-el-aborto. El link que lo reproducía íntegramente, al cual no pudimos esta vez entrar, es http://www.revistacriterio.com.ar/sociedad/del-lado-de-la-nina-brasilena/ Tiempo después, hicimos una crítica de sus argumentos. Cfr. Justificación elíptica del aborto a través de la distorsión de la palabras, en http://secundumnaturamsecundumrationem.blogspot.com.ar/2011/09/justificacion-eliptica-del-aborto.html. Tal respuesta fue confeccionada en base a la importante y valiente reacción de Mons. Schooyans, como puede verse el la nota al pié n° 2.

El lenguaje es discriminatorio: ¿y qué?

El lenguaje es discriminatorio: ¿y qué?

Discriminar es distinguir.
Y confundir es lo contrario de distinguir.
Por ende, no discriminar –como machaconamente se nos insiste– equivale a confundir. La bandera de la no discriminación es la bandera de la confusión.
            Guste o no, es así.
Sólo en una segunda acepción –tal como registra la Real Academia Española– discriminar significa “Dar trato de inferioridad a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, políticos, etc.”. Y esto sería discriminar injustamente; lo que especifica a la discriminación como reprobable es su injusticia. Hoy padecemos la deliberada hipertrofia de la segunda acepción de esta palabra, que ha desplazado su sentido propio y exacto.
El lenguaje es discriminatorio. Veamos por qué.

*         *         *

           En su formidable libro La rebelión de la Nada, Enrique Díaz Araujo desenmascara entre otros a Paulo Freire. Este ideólogo de la educación y agitador social proponía entre otras maravillas disminuir la cantidad de palabras generadoras: 15 en lugar de 80.

¿Se dan cuenta? Siempre se había pensado que la cultura consistía en aprender más cosas. Freire ha descubierto que su esencia está en aprender menos cosas. Ha invertido el signo de todas las civilizaciones que el mundo ha conocido.
La revolución copernicana producida por Freire y llamada ‘Revolución Cultural’ supone una simplificación magnífica: antes había que aprender no menos de 80 palabras generadoras; ahora con 15 basta. ¿Basta para qué? ¡Ah, ese es otro asunto! Basta para ser un cuasi-semi-analfabeto”[1].

Si en la palabra yace la cosa, disminuir la cantidad de palabras es… ¿Hacer decrecer las cosas? ¿Destruirlas? ¿Modificarlas en su esencia? Imposible.
Pero disminuir la cantidad de palabras equivale a impedir que la inteligencia vea, comprenda, entienda, aprenda, capte lo que las cosas son.
       Cada palabra porta una llama. Cada una de ellas irradia una lux propia en nuestra natural oscuridad.
Decir una palabra puede compararse con encender un fuego, lo cual ocurre primero en la mente y casi inmediatamente en nuestros labios; al ser pronunciada la palabra, comienzan a “aparecer” las cosas “que estaban ahí”, junto a nosotros, pero a oscuras: se las puede designar, señalar, nombrar. El nombre es arquetipo de la cosa, enseñó Platón. Cada palabra, distinta de otra, denota por lo mismo una cosa distinta de otra. La riqueza del lenguaje sigue a la riqueza del ser.
El lenguaje porta, lleva, carga, conduce el ser.

*         *         *

Si lo anterior es cierto, no hay diferencia entre eliminar del uso común una palabra y apagar una luz, tal como lo difundió Paulo Freire. Por cada palabra arrancada de nuestra lengua, una luz menos. Y por cada luz apagada, algo real que desaparece de nuestra consideración. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mente”, afirmó Wittgenstein.
Cuidadosamente omitidos, existen términos que están cayendo en un intencional desuso. Esto ha quedado patente en la actual polémica en nuestro país respecto del “matrimonio” entre personas del mismo sexo. Pensemos por ejemplo en aquellas palabras que involucran de suyo una reprobación moral de la homosexualidad: «antinaturaleza», «contranaturaleza», «perversión», «desorden», etc. Incluso muchos que reprobaron y reprueban esta ley omitían la pronunciación de estos vocablos.
¿Resultado?: el olvido de la realidad o –por lo menos– la fragilidad de su arraigo en nuestras mentes. Las cosas siguen ahí, es cierto, pero nosotros no logramos ya pronunciarlas. Este flagelo se hace patente en la incapacidad para designar las cosas según sus diferencias, por un lado, y en la conocida impotencia de muchos para reprobar lo malo y ponderar lo bueno sólida y firmemente, debido a una carencia de la adjetivación.
Estamos siendo testigos de este empobrecimiento deliberado de nuestras inteligencias. Nuestro estómago se nutre bien, pero nuestra inteligencia está siendo subalimentada. Ya no abrevamos en lo esencial de las cosas –en aquello que las configura como sustancia– sino en sus accidentes. Más que pensamiento débil, actualmente padecemos el castigo del pensamiento anoréxico.

*         *         *

Ahora, pongámonos en los zapatos del ideólogo.
Si yo quiero que la gente pierda la capacidad de distinguir lo normal de lo anormal, lo verdadero de lo falso, la naturaleza de la contranaturaleza, lo bueno de lo malo, la virtud del vicio; si yo quiero aniquilar estas diferencias –siéndome imposible hacerlo en la realidad misma–, lo más que puedo hacer es borrarlas de las mentes, a través de la constante omisión de las palabras que verdaderamente significan y nos llevan a las cosas.
Para ello, debo refundar el idioma. Reelaborarlo, según la idea de hombre que quiero construir.
Debo enterrar aquellas palabras cuya sola mención supone de suyo lo Absoluto. Sepultar los vocablos bien y mal, virtud y vicio, gracia y pecado, verdadero y falso, justo e injusto, etc. Todos ellos comportan un Principio que me niego a admitir: si juzgo algo y afirmo “esto es bueno” o “esto es verdadero”, ingreso inevitablemente en el terreno metafísico. Lo mismo se diga de la justicia y la virtud: la sola pronunciación de estas palabras me coloca en la incómoda atmósfera de las verdades perennes.
A lo sumo podré tolerar que se las mencionen siempre y cuando el tono, la atmósfera y las circunstancias que las rodean sean lo suficientemente frívolas como para que nadie sospeche que me he tomado el atrevimiento de hacer un juicio de carácter absoluto.
Por eso, debo criminalizar la Verdad. Que Ella sea demonizada, que su sola mención mueva a la indignación, a la crispación, al escándalo.
Que pronunciarla sea un delito.
Enterradas estas palabras, debo conseguir que únicamente subsistan otras, las imprecisas. Aquellas que no suponen una inteligencia en contacto directo con la realidad –una inteligencia metafísica, con vocación para el ser, con apetito del ente, con deseo de admiración–, sino una inteligencia que puede rodear cómodamente las cosas sin penetrarlas jamás, que habite en sus accidentes sin tocar sus esencias. De ahí que todo deba ser juzgado en estos términos: conveniente/inconveniente; popular/impopular; moderno/antiguo; moderado/intransigente; mayoritario/minoritario; tolerante/fanático; constitucional/anticonstitucional.
¿Dónde está la trampa? En que todos estos adjetivos pueden convenir indistintamente tanto a la verdad como al error. 
*         *         *

Pero como ideólogo no puedo decir frontalmente que busco estos objetivos.
¿Qué debo hacer? Acusar a quienes defienden el Orden Natural de mantener este discurso de forma interesada. No atacar sus argumentos, sino su persona. A través de una constante repetición, mi objetivo es lograr que la gente se olvide de la realidad que está en juego detrás de las palabras.
Debo convencer a mi auditorio de que conozco las intenciones ocultas de mis adversarios, de que sé perfectamente que aunque verbalmente aduzcan motivaciones altruistas, en el fondo, por más que ellos lo nieguen, desean mantener el control, el poder, la dominación.
Debo lograr enlodar a priori su autoridad moral, para que la gente ni bien escuche su argumentación piense: “ellos dicen estas cosas como pretexto y justificación de alguna superioridad económica o bienestar material”.
En una palabra, ejercitando el discurso marxista, debo acusar a mis enemigos de intentar imponer una superestructura de dominación –en este caso, el Orden Natural– a través del lenguaje: “la palabra sigue siendo privilegio de los mismos grupos de poder”, dijo en La Nación Adriana Amado, el 28 de julio[1].
En efecto, ¿por qué creerles a los defensores “del orden natural”, si en el fondo –como afirma el cassette pro homosexualista– son unos mentirosos que buscan mantener sus cómodos privilegios económicos, sus autoritarias estructuras de poder? Y si ellos negaran tales motivaciones, ¿puede esperarse que los mentirosos digan la verdad?

Si un hombre dice (por ejemplo) que los hombres conspiran contra él, no se le puede discutir más que diciendo que todos los hombres niegan ser conspiradores; que es exactamente lo que harían los conspiradores”[2].

He aquí la fabulosa petición de principio, punto de encuentro de víctimas y victimarios. Chesterton la calificaba de locura. Y por eso no proponía “discutirla” como una herejía, sino “quebrarla” como un encantamiento: Curar a un hombre no es discutir con un filósofo, es arrojar un demonio”.

*         *         *

El activismo pro homosexual pretende embarrar la causa de la Verdad. Permanentemente lucubra hipótesis respecto a las intenciones personales de sus adversarios. Sus cuadros son especialistas en convertir en odiosas todas las cosas buenas: las enlodan mirándolas según su propia mediocridad.
La pequeñez más lacerante que padece esta ideología es no alcanzar a aceptar la posibilidad del desinterés, del altruismo y heroísmo, imitando la posición sartreana que no veía en el amor sino un disfraz del masoquismo o bien del sadomasoquismo.
Si Sartre sospecha del amor y busca mancharlo, los ideólogos actuales –con la misma pervertida mentalidad– convierten en odioso el Orden Natural, rociándolo con sus envenenadas palabras, a fin de impedir que los bienintencionados descubran la realidad de las cosas.
En algo tienen razón estos sofistas: el lenguaje discrimina. El lenguaje –el verdadero, el que ellos pretenden empobrecer y derrumbar– efectivamente discrimina. Distingue. Diferencia. Demarca. Separa. Divide. Y si su objetivo es confundir, un lenguaje que discrimina no les conviene.
Una manzana no es una pera.
Matar en defensa propia no es asesinar.
Cobrar un impuesto justo no es un robo.
Y un matrimonio no es entre personas del mismo sexo.

*         *         *

Pero, ¿cómo desarticular la acusación según la cual nosotros consideramos a la homosexualidad como enfermedad, como antinaturaleza, movidos exclusivamente por turbulentos intereses económicos? ¿Cómo probar que no estamos interesados en mantener ninguna estructura de poder al defender la Verdad?
Se prueba observando una realidad.
Hoy el poder lo tienen ellos. Por eso tuvieron el poder como para pedir en octubre del 2009 el relevo del Presidente de la Asamblea General de la ONU, Alí Abdussalam Treki, que se manifestó contrario a la promoción de su ideología[3]; por eso tienen el poder para remover un video de “Youtube” donde podía verse cómo un sacerdote de 84 años era detenido por la policía mientras portaba una cruz, al mismo tiempo que los activistas “pro gay” incurrían en los comportamientos propios de los endemoniados, insultando y befando al Santo Padre y a la Iglesia, sin recibir la más mínima sanción[4]; por eso cuentan con el apoyo incondicional del gigante informático IBM; por eso presionaron –y lo obtuvieron– a la Real Academia Española para cambiar los significados de su diccionario, puesto que los consideraban “anacrónicos y discriminatorios”[5].
Pues bien, así trabaja el activismo pro homosexualista: para derribar una supuesta superestructura de dominación, erige la propia.
Vivir en el seno de la contradicción no es sino tomar a la hipocresía como método. El colmo de ésta es acusar al adversario de lo que en los hechos uno mismo realiza.
          
*         *         *
         
En el principio era el Logos (Jn. 1,1).
La ideología pro homosexualista odia el Logos y lo combate. Como no puede vencerlo en sí mismo, lo vulnera en su imagen: el intelecto humano.
La guerra al logos participado es la continuación de la guerra al Logos Imparticipado. Nos están colonizando con palabras. Y no nos damos cuenta. Por eso el 22 de julio de 2010, al publicar en el Boletín Oficial la modificación del Código Civil a efectos de legalizar el “matrimonio” homosexual, Cristina Fernández de Kirchner afirmó: “no hemos promulgado una ley, hemos promulgado una construcción social”.
Pero los sofistas modernos tienen un punto débil. Terrible y mortal para ellos, si nos damos cuenta: su supremo interés por eliminar estas palabras nos indica cuál es el principal elemento a defender. Lo que más desean, eso es lo que nosotros debemos primero custodiar. Lo que ellos desean prohibir es exactamente lo que tenemos que hacer.
Donde está la solución, está el peligro.
Ordinariamente vemos únicamente el peligro, la persecución, el odio furibundo de estos embaucadores; sin advertir que la virulencia con que ellos nos replican no es sino el disfraz de su propio temor a ser desenmascarados. Este peligro que nos acecha al mencionar las palabras que precisamente ellos desean omitir, no es sino el enrejado que recubre y protege la solución. Su debilidad.
Y si nosotros nos hacemos de la solución, ellos están perdidos.
¿Y cuál es?
La solución es la palabra. La verdadera.
Pronunciemos la palabra que juzga metafísicamente, con criterios absolutos: la palabra que no se apoya en construcciones históricas convencionales, ni en modas pasajeras. La palabra que refleja el ser, no su interpretación; la palabra que permanece, no la que evoluciona; la palabra que define, no la que halaga o confunde.
Dejemos de naufragar en los accidentes –objeto de la Sofística– y afirmemos lo esencial, la definición de las cosas, el numen, el arquetipo.
La solución última es la palabra en tanto vehículo de realidades metafísicas, por encima del cambio, independiente de los horizontes culturales, de los puntos de vista. Y esta palabra no puede ser sino el reflejo de la Palabra, Dios mismo. Por eso Ernest Hello ha dicho magníficamente:

“Afirmar es el acto inicial de la palabra. Todo verbo contiene el verbo ser. Toda palabra tiene a Dios por sostén. El que es, es el fundamento del discurso”[6].

La cruz permanece mientras el mundo cambia.
En el crucifijo yace –aunque el laicismo en Europa pretenda retirarlo– el Crucificado, Logos Eterno y Verbo Increado del Padre: Nuestro Señor Jesucristo. Testigo Supremo de lo que no cambia en un mundo que cambia constantemente.

Juan Carlos Monedero (h)
09.08.2010



[1] http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1288952
[2] Chesterton. Ortodoxia, Excelsa, Buenos Aires, 1943, págs. 26-27.
[5] http://www.publico.es/espana/277304/rae/gays/diccionario
[6] Ernest Hello. Palabras de Dios. Reflexiones sobre algunos textos sagrados, Difusión, Buenos Aires, pág. 92.

¿Por qué la Biblia es únicamente “católica” y no de otras religiones?

¿Por qué la Biblia es únicamente “católica” y no de otras religiones?
–¿Por qué la Biblia es únicamente “católica” y no de otras religiones?
–¿Es coherente admitir el carácter sagrado de la Biblia y negar o, por lo menos, no considerar el carácter divino de la Iglesia?

Es innegable la cantidad de personas que no ven en la Iglesia Católica esa autoridad de carácter divino. Sea porque son bautizados católicos que comparten una parte de su doctrina pero, por ejemplo, rechazan la enseñanza de la Iglesia en materia de sexualidad; sea porque son personas que, habiendo sido bautizados, han abandonado su fe católica y ahora son bautistas, evangélicos, anglicanos, testigos de Jehová, etc. En un caso o en otro, al menos, se venera la Biblia como Palabra Revelada. Surge este interrogante de manera casi espontánea:

–¿Es coherente admitir el carácter sagrado de la Biblia y negar o, por lo menos, no considerar el carácter divino de la Iglesia y sus enseñanzas?

Ante todo, la Biblia es Palabra de Dios. Creemos que fue escrita bajo la inspiración del Señor, siendo secundario aunque muy real el papel del hombre. Tiene a Dios como causa principal mientras que el hombre oficia una suerte de causa instrumental. Propiamente, los hombres no comunican en la Biblia nada; es Dios mismo quien habla, a través de un lenguaje humano. Lenguaje que Él mismo inspiró y del que Él mismo es responsable.
Hoy nosotros vemos a la Biblia como un único libro, bastante grande, pero en realidad eso es el resultado de una suerte de “recopilación”. La Biblia no está formada por un sólo libro sino por un conjunto de ellos; está compuesta por 73 libros distintos, definidos como tales a comienzos del siglo II del cristianismo (a esto se le llamó ‘canon’ bíblico). Este canon, idéntico, se puede apreciar en los documentos del Concilio Romano del año 382, durante el reinado del Papa San Dámaso (Cfr. Denzinger 84). Mil años después, el mismo canon (no otro) fue reforzado con ocasión de las objeciones de Martín Lutero (fundador de la herejía protestante) en el Concilio de Trento: Denzinger 783-785. Por tanto, es la Iglesia –desde sus instancias de autoridad más elevadas– la que ha determinado que todo católico que negara la inspiración divina de algún libro sagrada se hacía merecedor del duro adjetivo de ‘hereje’.
La confección y posterior definición magisterial de los libros que conforman la Biblia no fue algo inmediato. No fue obra de un sólo hombre sino de generaciones de ellos, inspirados por Dios. Lo que hoy vemos como el “producto terminado”, la Biblia, tiene su origen principal en Dios, por cierto, mientras que en el terreno humano fue necesaria la investigación, la traducción y la fidelidad de los hombres, durante siglos, que con su propio lenguaje comunicasen la Palabra de Dios.
Ahora bien, es evidente que en el mundo existen mucho más que 73 libros. Existen millones de libros y por lo menos miles de libros existían ya a comienzos del siglo II. Cuando se determina el canon de libros –discriminándolos de todos los demás–, se toma por cierto una muy pequeña parte del total. Muy bien, preguntémonos ahora: ¿quién ha sido la persona y/o institución que ha separado esos libros de todos los demás?
¿Qué institución ha definido que exactamente esos libros y no otros son Palabra Revelada de Dios?
Esa institución ha sido la Iglesia Católica.
Fue precisamente la Iglesia Católica, no otra iglesia, la que determinó qué libros contienen por escrito una parte de la Palabra Divina que estaba siendo transmitida oralmente; pues, como aclara el mismo San Juan en su Evangelio, no está escrito todo lo que Jesús dijo e hizo.
La Biblia que anglicanos, luteranos, calvinistas, Testigos de Jehová, etc., utilizan proviene de la Biblia definida como tal por la Iglesia; utilizan un Biblia que está formada por libros que la Iglesia ha determinado. Estas biblias no católicas tienen, por lo general, los mismos libros que nosotros (aunque muchas veces posean versículos maliciosamente alterados, como en el caso de los jehovistas). Todos sus fieles creen que la Biblia es Palabra de Dios. Lo creen firmemente. Y firmemente niegan que la Iglesia Católica sea verdadera.
Por lo tanto, hay aquí una contradicción.
En efecto, ¿cómo podría la Biblia ser Palabra Divina y no ser divina la Autoridad que ha definido qué es la Biblia? Creer en la verdad de la Biblia como Palabra de Dios es una y la misma cosa que creer que la Iglesia tuvo la asistencia infalible del Espíritu Santo.
A grandes rasgos, todos ellos tienen los mismos libros que nosotros; usan los libros que la Iglesia determinó; aunque dejen algunos de lado, no agregan ninguno.
La conclusión se impone. Una de dos: o creemos en la Biblia y también creemos en la institución que, originariamente, la ha considerado sagrada –la Iglesia– o, no creyendo en la Iglesia, no nos queda razón alguna para sostener que lo que tenemos a la vista es Palabra de Dios. Sin la Iglesia, no podemos saber cuáles son los libros sagrados. Por esta razón, San Agustín decía: No creería en la Biblia si no fuera por la autoridad de la Iglesia Católica.

jueves, 2 de junio de 2016

Carta sobre "Ni Una Menos" - Por Julieta Lardies (Red Federal de Familias – Misiones)

Sr. Director

           Nuevamente, nos encontramos ante una convocatoria nacional bajo la denominación de “Ni Una Menos”.
          

           En principio, dejemos asentado nuestro repudio de toda injusta violencia hacia cada mujer, hacia cada niño, hacia cada anciano, hacia cada hombre. La noticia de una joven maltratada nos duele y mucho, como nos duele la noticia del niño muerto a golpes por sus propios progenitores o del anciano torturado y asesinado a manos de una pandilla de drogadictos o del obrero acuchillado para ser despojado de su salario. Este tipo de violencia indiscutiblemente nos indigna. No únicamente cuando la víctima es una mujer.

           Ahora bien, ocurre que, como siempre, hay quien intenta aprovecharse de estas situaciones utilizando la indignación de la gente en su propio beneficio. Y ésto es lo que ocurrió con la primera convocatoria “Ni Una Menos”, y ocurrirá sin dudas con la segunda que se llevará a cabo este viernes 3 de junio.

          “Ni Una menos” es el arma encubierta –el Caballo de Troya– que utilizan ciertos grupos para introducir en la Argentina nada menos que el crimen del aborto. Así lo demuestra el primer petitorio oficial, redactado por los organizadores de la marcha. Petitorio que se hizo firmar a los asistentes de la misma y que en su primer punto pedía la implementación de la ley 26.485, que abre las puertas al aborto. Resultado: la gente firmó engañada (como también engañada participó de la marcha), desconociendo que con ello se convertía en cómplice del aborto en nuestro país.


Sin que la palabra “aborto” (término nefasto y de negativa connotación) fuese pronunciada, los organizadores lograron que cada persona que asistió a aquel primer “Ni Una Menos” favoreciera esta práctica oculta y criminal. La concurrencia y las firmas hubiesen sido mínimas si el verdadero propósito se hubiese manifestado claramente. Y es que abortar es acabar con una persona inocente. Eliminar una vida que late dentro del vientre de una mujer. Y ésto no puede menos que causarnos repulsión, rechazo, indignación y (como mínimo) resistencia. Resistencia a aceptar que esté bien destruir a una persona.

La gente que asistió a la marcha deseaba repudiar los actos injustos de violencia contra un ser humano y, engañada, terminó apoyando exactamente lo contrario.

“Ni Una Menos” (ahora lo decimos con pruebas en la mano) busca igualar la decisión de tener un hijo con la decisión de abortarlo, como si diera lo mismo dar a luz a un niño que eliminarlo antes de nacer. Busca hacernos creer que el aborto es una cuestión de “salud”, cuando sabemos que ni el niño es una enfermedad, ni el embarazo una patología, ni el médico puede exterminar a nadie. “Ni Una Menos” quiere hacernos creer que el trauma de una violación se soluciona matando a una criatura inocente, convirtiendo a su madre en autora de un homicidio agravado por el vínculo.


            En fin, este es el ya claro propósito de la convocatoria de este viernes. Lo alertamos antes y no se nos creyó. Pero ahora sus mismas organizadoras lo proclaman abiertamente. Y como dice el viejo adagio: “A confesión de parte, relevo de pruebas”.

           Que ningún hombre de buena fe apoye con su presencia esta engañosa y oscura marcha con olor a muerte.

Julieta Gabriela Lardies
DNI 32.985.316

Delegada Provincial – Red Federal de Familias – Misiones