miércoles, 19 de abril de 2017

Stalin, o la victoria del sentido común frente a la ideología leninista

Stalin, o la victoria del sentido común 

frente a la ideología leninista

Por Fernando Stegmann[1]

Año 1921, la salud de Lenin comienza a decaer. En 1922 sufre un ataque que lo deja temporalmente sin habla. Corre el año 1923 cuando comienza a dictar a sus secretarias unas notas que pasarán a la posteridad como el testamento de Lenin. En este testamento, Trotsky sobresale como el gran favorito del entonces aún líder de la facción bolchevique.
¿Cuál era el escenario del momento? El debate por el control del partido se había desatado. De un lado, Trotsky y sus seguidores; del otro, la tríada conformada por Kamenev, Zinoviev y Stalin (los dos primeros de triste final). Los ataques entre uno y otro comienzan siendo verbales pero luego no escaparán a la violencia física. Stalin lo acusará de judío menchevique, Trostky dirá que Stalin es cristiano, algo casi blasfemo para un marxista. ¿Tiene explicación esta confrontación entre sujetos que hasta hace escasos cinco años habían sido camaradas? Claro que la tiene.
El deseo de poder no era ajeno a ningún revolucionario de principios de siglo XX. Si para los militantes de izquierda de hoy es embriagante el uvita fiesta con fanta, para los de otrora lo era un mayor control de la sociedad. Tanto Lenin como Trostky –acompañados por cualquier teórico de la época– sostenían que la cultura se podría transformar con la conquista del Estado[2]. Si buscásemos alguna diferencia substancial entre Bronstein (Trotsky) y el “Hombre de acero” georgiano (esto que parece un apodo de algún personaje de Marvel es el significado de la palabra Stalin) la encontraremos en materia de política práctica.
En el mundo de las ideas, ambos eran marxistas y –si se permite la expresión– leninistas. Ambos coinciden en el objetivo de conquistar el Estado como forma de acceso al poder. Ambos creen en el proletariado como la vanguardia iluminada. Ahora bien, tenemos los fines, la cosa se complica con los medios. Stalin defendía una fuerte burocratización del Partido, que para esa altura era ya la Nación; en cambio, Trotsky levantará la bandera de la descentralización –si lo hacía de manera sincera es algo que desconocemos– en los territorios otrora “sometidos” al “yugo” de los zares. En una palabra, Trotsky era partidario de extender la revolución a toda Europa mientras que Stalin, en cambio, pretendía primero asentarla en la URSS y más tarde –cuando las condiciones lo permitiesen– “exportar” el proceso revolucionario.
La practicidad de uno dista mucho de la ortodoxia doctrinaria de otro. El segundo podría ser tenido como un “hereje” dentro del seno partidario, en tanto del primero sería reconocida su pureza (sí, tal como sucede en las sectas). Esta pureza doctrinaria –por la que quedó enredado en debates doctrinarios más propios de un intelectual prerrevolucionario que de un cuadro político post-Revolución de Octubre de 1917– hizo que Lev Bronstein fuese llamado de manera peyorativa “pluma”: esto es, mucho debate, poca construcción del poder.
Si vamos a lo fáctico, podemos decir que Stalin estaba en lo cierto: hacia 1940, todo el Comité Central del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) había sido asesinado, con la notable excepción de nuestros personajes de marras. ¿Podría Trotsky citar a Margarita Stolbizer y decir “Yo ya gané” por el simple hecho de mantenerse con vida? La respuesta es negativa: en 1927 Trotsky es expulsado del partido, dos años después será expulsado de la URSS. Gran triunfo del líder georgiano que a partir de ese momento ya no tendrá rival alguno dentro del seno del movimiento. Con mucho tino, Stalin vió que el mundo de las ideas era una cosa y la conducción del Estado no siempre iba en paralelo con la construcción ideológica armada previamente.
No sería la única vez en que el hombre de acero pegase esos volantazos ideológicos. En ocasión de la Operación Barbarroja –esto es, el ataque alemán a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas–, Stalin advirtió que los eslavos mostraban cierta fraternidad para con los conquistadores, razón por la que tuvo que apelar al sentimiento patriótico revitalizando viejas glorias del pasado –aunque parezca una broma de mal gusto– zarista. Es así como la contraofensiva a Hitler pasará a ser conocida como la Gran Guerra Patria. Marchas militares, letras invocando el honor, principios y códigos de patriotismo, amor por el suelo enardecerán los corazones del pueblo ruso, disponiéndolo a defender su tierra. No fueron pocos los soldados que caídos en combate lo hacían con alguna estampa de carácter religioso, pese a la prohibición del gobierno.





La defensa irreductible del Internacionalismo por parte de los trotskistas hizo que este conjunto de medidas fuese visto como una desviación nacionalista en el mejor de los casos, chauvinista en el peor. En efecto, los bolcheviques –en diciembre de 1917, apenas dos meses después de la toma del poder– derogaron las leyes contra el aborto, convirtiéndolo en libre y gratuito; derogaron las leyes contra la homosexualidad, despenalizaron la prostitución. Además, se abolió el concepto de legitimidad de los hijos, llevándose adelante lo que Marx llamaría sociabilización de la mujer, entre otras prácticas. Todas estas eran medidas marxistas de pura cepa. ¿Cómo resultaron en la práctica? Dado que el concepto de legitimidad también había sido abolido, los efectos fueron previsibles: por un lado, las tasas de natalidad fueron mucho menores a las de mortandad y por otro, los hijos desconocían la identidad de sus padres. ¿A cuál de los varones debía imponérsele la carga de proteger al recién nacido si la mujer había tenido múltiples relaciones sexuales?
Una vez en el poder, Stalin –no por suscribir a ideas conservadoras, como sostendría el conservador-liberal argentino Emilio Hardoy– derogó todas estas leyes; de hecho, comenzó una persecución feroz contra los homosexuales. Hasta el rígido jerarca marxista se vio forzado a admitir que una sociedad sumida en los vicios reportaba mayores problemas y dificultades que beneficios. Estas medidas fueron denunciadas por Trotsky como un retroceso en la legislación revolucionaria, acusando a Stalin de consolidar el poder de la burocracia teniendo como base una juventud completamente disciplinada. Curzio Malaparte –joven fascista y viejo maoísta– dirá que la conquista del poder en Octubre fue obra de Trostky, pero que su conservación fue obra de Stalin. Un juicio con el que coincidimos.




[1] Con colaboraciones de Ivana Cejas y Juan Carlos Monedero (h).
[2] Recién a mediados de siglo pasado, otro intelectual marxista llamado Antonio Gramsci –apartándose de Lenin– defenderá la idea de que la conquista primera debe ser la cultural; la conquista política del Estado y sus resortes de poder se daría por añadidura.

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