El
lenguaje es discriminatorio: ¿y qué?
Discriminar es distinguir.
Y confundir es lo contrario de
distinguir.
Por ende, no discriminar –como
machaconamente se nos insiste– equivale a confundir. La bandera de la no
discriminación es la bandera de la confusión.
Guste
o no, es así.
Sólo en una segunda acepción –tal
como registra la Real Academia
Española– discriminar significa “Dar
trato de inferioridad a una persona o colectividad por motivos raciales,
religiosos, políticos, etc.”. Y esto sería discriminar injustamente; lo que especifica a la discriminación como reprobable
es su injusticia. Hoy padecemos la deliberada hipertrofia de la segunda
acepción de esta palabra, que ha desplazado su sentido propio y exacto.
El lenguaje es discriminatorio. Veamos
por qué.
* * *
En
su formidable libro La rebelión de la Nada , Enrique Díaz Araujo
desenmascara entre otros a Paulo Freire. Este ideólogo de la educación y
agitador social proponía entre otras maravillas disminuir la cantidad de
palabras generadoras: 15 en lugar de 80.
“¿Se dan cuenta? Siempre se había pensado que la
cultura consistía en aprender más cosas. Freire
ha descubierto que su esencia está en aprender menos cosas. Ha invertido el signo de todas las civilizaciones que
el mundo ha conocido.
La revolución copernicana producida por Freire y
llamada ‘Revolución Cultural’ supone una simplificación magnífica: antes había
que aprender no menos de 80 palabras generadoras; ahora con 15 basta. ¿Basta
para qué? ¡Ah, ese es otro asunto! Basta para ser un cuasi-semi-analfabeto”[1].
Si en la palabra yace la cosa,
disminuir la cantidad de palabras es… ¿Hacer decrecer las cosas? ¿Destruirlas?
¿Modificarlas en su esencia? Imposible.
Pero disminuir la cantidad de
palabras equivale a impedir que la inteligencia vea, comprenda, entienda, aprenda, capte lo que las cosas son.
Cada
palabra porta una llama. Cada una de ellas irradia una lux propia en nuestra natural oscuridad.
Decir una palabra puede compararse
con encender un fuego, lo cual ocurre primero en la mente y casi inmediatamente
en nuestros labios; al ser pronunciada la palabra, comienzan a “aparecer” las
cosas “que estaban ahí”, junto a nosotros, pero a oscuras: se las puede
designar, señalar, nombrar. El nombre es arquetipo de la cosa,
enseñó Platón. Cada palabra, distinta de otra, denota por lo mismo una cosa
distinta de otra. La riqueza del lenguaje sigue a la riqueza del ser.
El lenguaje porta, lleva, carga, conduce el ser.
* * *
Si lo anterior es cierto, no hay
diferencia entre eliminar del uso común una palabra y apagar una luz, tal como
lo difundió Paulo Freire. Por cada palabra arrancada de nuestra lengua, una luz
menos. Y por cada luz apagada, algo real que
desaparece de nuestra consideración. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mente”, afirmó Wittgenstein.
Cuidadosamente omitidos, existen
términos que están cayendo en un intencional desuso. Esto ha quedado patente en la actual polémica en nuestro
país respecto del “matrimonio” entre personas del mismo sexo. Pensemos por
ejemplo en aquellas palabras que involucran de suyo una reprobación moral de la
homosexualidad: «antinaturaleza», «contranaturaleza», «perversión», «desorden»,
etc. Incluso muchos que reprobaron y reprueban esta ley omitían la
pronunciación de estos vocablos.
¿Resultado?: el olvido de la
realidad o –por lo menos– la fragilidad de su arraigo en nuestras mentes. Las
cosas siguen ahí, es cierto, pero nosotros no logramos ya pronunciarlas. Este
flagelo se hace patente en la incapacidad para designar las cosas según sus
diferencias, por un lado, y en la conocida impotencia de muchos para reprobar
lo malo y ponderar lo bueno sólida y firmemente, debido a una carencia de la
adjetivación.
Estamos siendo testigos de este
empobrecimiento deliberado de nuestras inteligencias. Nuestro estómago se nutre
bien, pero nuestra inteligencia está siendo subalimentada. Ya no abrevamos en
lo esencial de las cosas –en aquello que las configura como sustancia– sino en
sus accidentes. Más que pensamiento débil, actualmente padecemos el castigo del pensamiento anoréxico.
* * *
Ahora, pongámonos en los zapatos del ideólogo.
Si yo quiero que la gente pierda la
capacidad de distinguir lo normal de lo anormal, lo verdadero de lo falso, la
naturaleza de la contranaturaleza, lo bueno de lo malo, la virtud del vicio; si
yo quiero aniquilar estas diferencias –siéndome imposible hacerlo en la
realidad misma–, lo más que puedo hacer es borrarlas de las mentes, a través de
la constante omisión de las palabras
que verdaderamente significan y nos llevan a las cosas.
Para
ello, debo refundar el idioma. Reelaborarlo, según la idea de hombre que quiero
construir.
Debo enterrar aquellas palabras cuya sola
mención supone de suyo lo Absoluto. Sepultar los vocablos bien y mal, virtud y vicio, gracia y pecado, verdadero y falso, justo e injusto, etc. Todos ellos comportan un
Principio que me niego a admitir: si juzgo algo y afirmo “esto es bueno” o
“esto es verdadero”, ingreso inevitablemente en el terreno metafísico. Lo mismo
se diga de la justicia y la virtud: la sola pronunciación de estas palabras me
coloca en la incómoda atmósfera de las verdades perennes.
A lo
sumo podré tolerar que se las mencionen siempre y cuando el tono, la atmósfera
y las circunstancias que las rodean sean lo suficientemente frívolas como para
que nadie sospeche que me he tomado el atrevimiento de hacer un juicio de
carácter absoluto.
Por
eso, debo criminalizar la Verdad. Que Ella sea demonizada, que su sola
mención mueva a la indignación, a la crispación, al escándalo.
Que pronunciarla sea un delito.
Enterradas estas palabras, debo conseguir
que únicamente subsistan otras, las imprecisas. Aquellas que no suponen una
inteligencia en contacto directo con la realidad –una inteligencia metafísica,
con vocación para el ser, con apetito del ente, con deseo de admiración–, sino
una inteligencia que puede rodear cómodamente las cosas sin penetrarlas jamás,
que habite en sus accidentes sin tocar sus esencias. De ahí que todo deba ser
juzgado en estos términos: conveniente/inconveniente; popular/impopular; moderno/antiguo; moderado/intransigente;
mayoritario/minoritario; tolerante/fanático; constitucional/anticonstitucional.
¿Dónde
está la trampa? En que todos estos adjetivos pueden convenir indistintamente
tanto a la verdad como al error.
*
* *
Pero
como ideólogo no puedo decir frontalmente que busco estos objetivos.
¿Qué
debo hacer? Acusar a quienes
defienden el Orden Natural de mantener este discurso de forma interesada. No atacar sus argumentos, sino su
persona. A través de una constante repetición, mi objetivo es lograr que la
gente se olvide de la realidad que está en juego detrás de las palabras.
Debo
convencer a mi auditorio de que conozco las intenciones ocultas de mis
adversarios, de que sé perfectamente que aunque verbalmente aduzcan
motivaciones altruistas, en el
fondo, por más que ellos lo
nieguen, desean mantener el control, el poder, la dominación.
Debo
lograr enlodar a priori su autoridad moral, para que la gente
ni bien escuche su argumentación piense: “ellos dicen estas cosas como pretexto
y justificación de alguna superioridad económica o bienestar material”.
En una
palabra, ejercitando el discurso marxista, debo acusar a mis enemigos de
intentar imponer una superestructura
de dominación –en este caso,
el Orden Natural– a través del lenguaje: “la palabra sigue siendo privilegio de
los mismos grupos de poder”, dijo en La Nación Adriana Amado, el 28 de julio[1].
En
efecto, ¿por qué creerles a los defensores “del orden natural”, si en el fondo
–como afirma el cassette pro homosexualista– son unos
mentirosos que buscan mantener sus cómodos privilegios económicos, sus
autoritarias estructuras de poder? Y si ellos negaran tales motivaciones,
¿puede esperarse que los mentirosos digan la verdad?
“Si un hombre dice (por ejemplo) que los
hombres conspiran contra él, no se le puede discutir más que diciendo que todos
los hombres niegan ser conspiradores; que es exactamente lo que harían los
conspiradores”[2].
He aquí
la fabulosa petición de principio, punto de encuentro de víctimas y victimarios.
Chesterton la calificaba de locura. Y por eso no proponía “discutirla” como una
herejía, sino “quebrarla” como un encantamiento: “Curar a un hombre no es discutir con un
filósofo, es arrojar un demonio”.
*
* *
El activismo pro
homosexual pretende embarrar la causa de la Verdad. Permanentemente lucubra hipótesis respecto a las
intenciones personales de sus adversarios. Sus cuadros son especialistas en
convertir en odiosas todas las cosas buenas: las enlodan mirándolas según su
propia mediocridad.
La
pequeñez más lacerante que padece esta ideología es no alcanzar a aceptar la
posibilidad del desinterés, del altruismo y heroísmo, imitando la posición
sartreana que no veía en el amor sino un disfraz del masoquismo o bien del
sadomasoquismo.
Si
Sartre sospecha del amor y busca mancharlo, los ideólogos actuales –con la
misma pervertida mentalidad– convierten en odioso el Orden Natural, rociándolo
con sus envenenadas palabras, a fin de impedir que los bienintencionados
descubran la realidad de las cosas.
En algo
tienen razón estos sofistas: el lenguaje discrimina. El lenguaje –el verdadero,
el que ellos pretenden empobrecer y derrumbar– efectivamente discrimina.
Distingue. Diferencia. Demarca. Separa. Divide. Y si su objetivo es confundir,
un lenguaje que discrimina no les conviene.
Una
manzana no es una pera.
Matar
en defensa propia no es asesinar.
Cobrar
un impuesto justo no es un robo.
Y un
matrimonio no es entre personas del mismo sexo.
*
* *
Pero, ¿cómo
desarticular la acusación según la cual nosotros consideramos a la
homosexualidad como enfermedad, como antinaturaleza, movidos exclusivamente por
turbulentos intereses económicos? ¿Cómo probar que no estamos interesados en
mantener ninguna estructura de poder al defender la Verdad ?
Se
prueba observando una realidad.
Hoy el
poder lo tienen ellos. Por eso
tuvieron el poder como para pedir en octubre del 2009 el relevo del Presidente
de la Asamblea General de la ONU , Alí Abdussalam
Treki, que se manifestó contrario a la promoción de su ideología[3]; por eso
tienen el poder para remover un video de “Youtube” donde podía verse cómo un sacerdote de
84 años era detenido por la policía mientras portaba una cruz, al mismo tiempo
que los activistas “pro gay” incurrían en los comportamientos propios de los
endemoniados, insultando y befando al Santo Padre y a la Iglesia ,
sin recibir la más mínima sanción[4]; por eso
cuentan con el apoyo incondicional del gigante informático IBM; por eso
presionaron –y lo obtuvieron– a la Real Academia Española para cambiar los significados
de su diccionario, puesto que los consideraban “anacrónicos y discriminatorios”[5].
Pues
bien, así trabaja el activismo pro homosexualista: para derribar una supuesta
superestructura de dominación, erige la propia.
Vivir
en el seno de la contradicción no es sino tomar a la hipocresía como método. El
colmo de ésta es acusar al adversario de lo que en los hechos uno mismo realiza.
*
* *
En el
principio era el Logos (Jn.
1,1).
La
ideología pro homosexualista odia el Logos y lo combate. Como no puede vencerlo
en sí mismo, lo vulnera en su imagen: el intelecto humano.
La
guerra al logos participado es la continuación de la guerra al Logos
Imparticipado. Nos están colonizando con palabras. Y no nos damos cuenta. Por
eso el 22 de julio de 2010, al publicar en el Boletín Oficial la modificación
del Código Civil a efectos de legalizar el “matrimonio”
homosexual, Cristina Fernández de Kirchner afirmó: “no hemos
promulgado una ley, hemos promulgado una construcción social”.
Pero
los sofistas modernos tienen un punto débil. Terrible y mortal para ellos, si
nos damos cuenta: su supremo interés por eliminar estas palabras nos indica
cuál es el principal elemento a defender. Lo que más desean, eso es lo que nosotros debemos primero
custodiar. Lo que ellos desean prohibir es exactamente lo que tenemos que hacer.
Donde
está la solución, está el peligro.
Ordinariamente
vemos únicamente el peligro, la persecución, el odio furibundo de estos
embaucadores; sin advertir que la virulencia con que ellos nos replican no es
sino el disfraz de su propio temor a ser desenmascarados. Este peligro que nos
acecha al mencionar las palabras que precisamente ellos desean omitir, no es
sino el enrejado que recubre y protege la solución. Su debilidad.
Y si
nosotros nos hacemos de la solución, ellos están perdidos.
¿Y cuál
es?
La
solución es la palabra. La verdadera.
Pronunciemos
la palabra que juzga metafísicamente, con criterios absolutos: la palabra que
no se apoya en construcciones históricas convencionales, ni en modas pasajeras.
La palabra que refleja el ser, no su interpretación; la palabra que permanece,
no la que evoluciona; la palabra que define, no la que halaga o confunde.
Dejemos
de naufragar en los accidentes –objeto de la Sofística –
y afirmemos lo esencial, la definición de las cosas, el numen, el arquetipo.
La
solución última es la palabra en tanto vehículo de realidades metafísicas, por
encima del cambio, independiente de los horizontes culturales, de los puntos de
vista. Y esta palabra no puede ser sino el reflejo de la Palabra ,
Dios mismo. Por eso Ernest Hello ha dicho magníficamente:
“Afirmar
es el acto inicial de la palabra. Todo verbo contiene el verbo ser. Toda
palabra tiene a Dios por sostén. El que es, es el fundamento del discurso”[6].
La cruz
permanece mientras el mundo cambia.
En el
crucifijo yace –aunque el laicismo en Europa pretenda retirarlo– el Crucificado, Logos Eterno y Verbo
Increado del Padre: Nuestro Señor Jesucristo. Testigo Supremo de lo que no cambia en un mundo que cambia
constantemente.
Juan Carlos
Monedero (h)
09.08.2010
[6] Ernest
Hello. Palabras de Dios.
Reflexiones sobre algunos textos sagrados, Difusión,
Buenos Aires, pág. 92.
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