Dimensión sensitiva de la persona y (un poco de) Neurociencias
Tomando prestado un término de otro contexto, esta dimensión es la primera que se advierte desde los primeros momentos de la vida de un niño, como se aprecia en las ecografías que las mujeres se practican: mientras que las características físicas se encuentran a flor de piel, la inteligencia del infante parece estar en un estado como de somnolencia. Con el despertar de la razón en torno a los 6 y 7 años, muchos admiten de forma inexcusable la aparición de la inteligencia humana. Sin embargo, un análisis más fino de este asunto revela que la sensibilidad –en ninguna etapa de la vida– tiene lugar sin conexión con el intelecto. Al contrario: ella está como transfigurada por la inteligencia, de forma tal que con el paso del tiempo el espíritu puede participar e influir de manera cada vez mayor en las potencias inferiores. Educar es, precisamente, fomentar, acompañar y propiciar una mayor presencia del alma en lo sensible, bañándolo con su luz.
La persona humana debe su dimensión sensitiva al cuerpo. Un cuerpo que está unido a su alma
de manera substancial: no tiene lugar una yuxtaposición, como si se tratase de
sustancias individuales distintas, sino única substancia. Si profundizamos este
análisis, descubrimos dos co-principios en el hombre, esto es, en nosotros
mismos: la materia prima y la forma sustancial. Ambos –MP y FS– no son “cosas”
sino realidades que hacen posibles las cosas[1]. La materia prima como
potencia, la forma sustancial como acto.
El carácter
“potencial” de la materia se verifica, por ejemplo, en el conocimiento que las
personas tenemos del mundo. En efecto, en virtud de los cinco sentidos externos,
el ser humano se pone en contacto con la realidad. Entre ellos, siguiendo el
aserto de Aristóteles, destacamos el oído:
“El logos entra por el oído”. De
hecho, el primer órgano que el niño
desarrolla –ya desde el seno materno– es precisamente el oído: los latidos del
corazón y el fluir de la sangre de la propia madre son como los acordes de esa primera “composición
musical” que perciben los infantes. Hay estudios científicos que revelan cómo
toda música placentera para los padres estimula a su vez el cerebro del bebé,
facilitándole adquirir el lenguaje más adelante[2]. Esto explica que la sordera, cuando
tiene lugar en edades muy tempranas, constituya un serio obstáculo para
desarrollar el habla. Las cosas reales nos “determinan”, nos hacen pasar de la
potencia al acto por medio de esa suerte de ventanas
que son los sentidos externos.
Sin embargo, en este primer nivel de captación, aún
estamos “lejos” de un conocimiento universal,
válido y posible de aplicar a muchas objetos. De ahí la mediación de otros
sentidos, los sentidos internos. Gracias a ellos, lo recibido –en ese primer
contacto con la realidad– comienza a “perder” las condiciones particulares e
individuantes, impedimento para revelar su universalidad. Hay, es verdad, una
real mediación de la sensibilidad y de las potencias humanas; hay un “camino”,
un “recorrido” entre las primeras percepciones sensibles, particulares, y la
“expresión” del verbo o concepto mental, cuya validez es universal.
Ahora bien, esta
progresiva ‘desmaterialización’ de las primeras e iniciales percepciones no
ocurre por la sola virtud de las mismas. Lo sensible –por sí mismo– no tiene la
capacidad de llegar a lo espiritual (al igual que la pluma no puede, por sí
sola y sin estar sujeta por una mano, escribir una canción o una poesía). Se
arriba a lo espiritual en virtud del entendimiento humano: lo sensible –bajo la
luz del llamado intelecto agente– es abstraído
y despojado finalmente de sus condiciones materiales individuantes. Luego, el
intelecto ‘paciente’ será “fecundado” por este fruto y, así, estará en
condiciones de formular el concepto,
que es como “el hijo” o “vástago” de la inteligencia. Concepto por el cual –y
no “en el cual”– el hombre conoce la realidad.
La mediación entre las percepciones sensibles y el
concepto podría llevarnos a pensar en una suerte de hiato. Se podría objetar
que, si se dan escalonadamente estos pasos, el hombre entonces no conoce la
verdad sino únicamente un pensamiento generado por él mismo. Mons. Derisi
–desde las páginas de su Doctrina de la
inteligencia: de Aristóteles a Santo Tomás– sale al paso de esta objeción.
En efecto, Derisi reconoce una mediación psicológica: hay un tránsito entre la
materialidad y el concepto. Sin embargo, distingue entre lo gnoseológicamente inmediato (salvando la
veracidad de nuestros conceptos) y el carácter indirecto del conocimiento humano (en tanto extrae de los sentidos
la verdad de las cosas). De esta manera, nada impide que nuestro conocimiento
sea inmediato y, a la vez, indirecto. Es justamente en este cosmos
semántico que no sólo es legítimo sino necesario incorporar todos los
descubrimientos de la
Neurociencia : la luz que esplende de estos principios
aristotélico–tomistas hace posible que cada uno de estos avances científicos
ocupe sobriamente su lugar, iluminando así una faceta más de ese misterio al que
llamamos hombre, nosotros mismos.
Juan Carlos Monedero (h)
No hay comentarios:
Publicar un comentario